martes, 4 de junio de 2013

La oración del corazón (Un cartujo)

Me habéis pedido que os hable de la Oración del Corazón.. Hace ya algunos años me lo pidieron, pero contesté que no quería lanzarme a hablar de un tema que no conocía bastante. Desde entonces ha pasado tiempo.He adquirido un poco de experiencia, en parte por lo que he podido descubrir en los demás, y también por los descubrimientos que he hecho en mi propia búsqueda del Señor. Voy, pues, a confiaros aquí algunas reflexiones, pero rogándoos que no les deis demasiada importancia.

Sabéis que  la Oración del Corazón es el fruto de una larga experiencia en la espiritualidad de la Iglesia Oriental. Lo que voy a decir tiene ciertamente algunos puntos en común con esta tradición, pero me doy perfecta cuenta de que lo hago de una manera excesivamente personal. De lo que voy a hablar quizás no: sea la verdadera
"Oración del “corazón".

Mi intención no es diseñar un marco rígido, una estructura estable. Lo que yo, querría indicar, es más bien una dirección un camino  por el cual hay que  comprometerse pero del que no se puede preveer por adelantado adonde va a conducirnos. La Oración del Corazón no es un fin a alcanzar. Es una manera de ser; una manera de ponerse a la escucha y avanzar.

Para empezar, antes de leer, si os parece, puestos en oración pedid al Espíritu de Señor que nos ilumine a vosotros y a mí, pues no tengo otro deseo más que ayudarle iluminar nuestros corazones.

Abba, santificado sea tu Nombre.

Cuando me pongo a orar no me dirijo al Dios de los filósofos, ni siquiera, en cierto sentido, al Dios de los teólogos. Me dirijo a mi Padre, o mejor a nuestro Padre' Más exactamente todavía, me dirijo a Aquél a quien Jesús llamaba con toda intimida Abba. El Señor, cuando los discípulos le piden que les enseñe a orar, dice sencillamente : "Cuando oréis, decid : Abba ..."

Llamar así a Dios, es tener la certeza de que somos amados. Una certeza. que no es del orden de las grandes ideas, sino del orden de la convicción íntima. Una certeza -la Fe- a la que nos parece hemos llegado al término de un cierto número de reflexiones, de meditaciones, de escuchas interiores; pero que finalmente esta certeza es un don. En nuestro corazón, creemos en el amor, porque es el Padre mismo quien nos ha enviado su Espíritu. pues su Hijo ya está glorificado.

Porque el Padre me ama yo puedo dirigirme a El con seguridad y confianza. No voy apoyado en mis méritos, en mis buenas razones, sino confiando en la ternura infinita del Abba de Jesús hacia su Hijo, que es igualmente mi Abba.

El es Padre. ¿Qué quiere decir esto? El da la Vida. Y la da, no como un objeto diferente de SI. mismo que El ofrecería.. El la da dándose El mismo. El único don que El puede hacer es su propia persona y lo que resulta de ese don es un Hijo. Un Hijo que El ama sin medida. Un Hijo hacia el cual no tiene sino ternura, y que a su ves no es sino ternura hacia su Padre.

Este es al Alba a quien yo me dirijo. El único que puede darme la Vida, una vida perfectamente calcada sobre la suya : El me quiere en el instante presente a su ir
gen y semejanza, no en razón de una especie de "enchapado" exterior a mí mismo, si porque El me engendra a partir de su propia sustancia

Esto es lo que yo quiero decir cuando le pido : "Abba, santificado sea tu Nombre" Que TI seas perfectamente Tú mismo, Abba, en mí. Que tu Nombre de Padre se realice perfectamente en la relación que se establece entre nosotros. Abba, yo te pido s mi Padre, engendrarme a tu imagen y semejanza, por puro amor, a fin de que, en compensación, yo pueda llegar a ser, por puro don gratuito de tu parte, una ternura "hacia ti".

La Oración del Corazón consiste simplemente en encontrar el camino que me permitirá tener esta actitud hacia el Padre, gracias a la cual El mismo podrá santificar su Nombre en mí. En mí y en todos sus hijos. En su único Hijo, integrado por el Unico, y por todos sus hermanos.

Orar es acoger al Padre y participar en esta vida que El nos da por gracia.  Acoger, al Padre, es decir permitirle engendrar al Hijo, hacer surgir su Reino en mi corazón. Así el Espíritu podrá establecer entre el Padre y yo unos lazos indestructibles, lazos de unidad que se extiendan a todos mis hermanos.

Ver con el corazón.

¿Qué camino tomaremos para llegar a este encuentro con el Padre-al que aspiramos? ¿Qué facultad ha puesto El a nuestra disposición para eso? ¿Es la inteligencia, la capacidad de conocer y de razonar? Escuchemos la respuesta de Jesús : "Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas los sabios y entendidos y se lo has revelado a los pequeñuelos..Sí, Padre, porque así te ha parecido mejor"-(Mt 11,25-26). Esto parece sorprendente: el camino está, cerrado a los entendidos, a los que saben pensar y calcular. No es a ellos a quien Dios se ha reservado el: revelar sus secretos. ¿No es acaso Dios quien nos ha dado nuestra cabeza, nuestra capacidad de pensar, de representarnos las cosas, de imaginarlas, como un medio de entrar en contacto con los demás? Es cierto: estas facultades nos las ha dado Dios. Son buenas. Son indispensables. No las despreciemos. No  las subestimemos pero sepamos reconocer sus límites.

Cuando yo pienso en un problema -digamos más concretamente  en una persona muy cercana- con mi cabeza, y no con mi corazón,  yo la mantengo a distancia de mí.  Yo la tomo, la manipulo, de manera que pueda analizarlo todo a mi gusto, sin comprometerme con ella. En el fondo yo no me comprometo; mantengo mis distancias; conservo mi seguridad con relación  a esta persona. Así, hago todo lo que puedo para conocerla sin
dejarme "arrastrar, contaminar" por el dinamismo que puede emanar del corazón de esta persona. Quiero permanecer libre con relación a ella. En ciertos casos este sistema de actuar es quizás bueno. Si yo  quiero amar, no es ciertamente el camino que hay que seguir.

Jesús continúa su enseñanza: "Todo me lo ha entregado mi Padre y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27). "Todo me lo ha entregado mi Padre": esto quiere decir precisamente que entre el Padre y el Hijo todas las distancias han quedado abolidas. Ninguno de los dos ha buscado conservar su seguridad con relación al otro. Ellos han aceptado comprometerse recíprocamente. Y así  pueden conocerse mutuamente con ese conocimiento de amor que se presenta como un misterio en el cual sólo pueden participar los iniciados : "Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el. Nadie conoce, porque nadie abre su corazón. Y si nosotros queremos conocer al Padre, hay que aceptar el recibir este conocimiento del Hijo, en la medida en la que El ve que nuestro corazón está presto a acogerlo.

Para conocer verdaderamente a Dios, tengo que renunciar a mis seguridades. Debo eliminar las distancias; que el pensamiento y todas las representaciones me  permitan mantener con relación a El. Debo reconocer que soy vulnerable. Esta vulnerabilida que yo escondía tan bien, tengo que aceptarla a plena luz, vivirla, es decir, deja expresarse en las verdaderas reacciones de mi corazón. A partir de ese momento, me será posible entrar en relación con el Padre y el Hijo ... y con todos mis hermanos los hombres.

Esto significa, en la realidad concreta, que debo aceptar situarme al nivel de mi
corazón. Debo darle el derecho a existir, a manifestarse, a expresarse según el modo que le es propio, es decir a través de los sentimientos profundos: la  confianza,  la alegría, el entusiasmo, pero también el miedo, a veces la angustia ... la cólera. Esto no quiere decir vivir al nivel de la sensibilidad superficial. Quiere decir, por el contrario, aceptar que se desarrollen en nosotros estos movimientos profundos, que nos llevan a encontrarnos de verdad, con el otro. Esto es lo que significa ser "un pequeñuelo": aquél que se expresa con toda espontaneidad y se deja cautivar por el amor del que está ante él. ¡Cuán difícil nos resulta tener la valentía de ser pequeñuelos!

Estas reflexiones se sitúan tanto en la línea del Evangelio como en la de un proceso psicológico normal.. Los dos niveles son evidentemente distintos, pero se complementan y se compenetran.. Es necesario que lleguemos a alcanzarlo todo a través de la mirada de amor dirigida por Jesús sobre las criaturas  incluso sobre las persona; divinas. A esto llamo yo "ver con el corazón": aceptar que el Hijo me revele al  Padre en el único nivel en el que yo soy capaz de asumir esta revelación, es decir. al nivel en el que, según mi ser humano, hay en mí una imagen de la relación,  de intimidad que existe entre el Padre, y el Hijo: en mi corazón.

La purificación del corazón, purificación de todo el ser por el corazón.

No se necesita tener una larga experiencia de la existencia humana y menos aún de la vida espiritual, para saber que somos prisioneros de un mundo casi ilimitado de desordenes: pecados, desequilibrios afectivos, heridas no cicatrizadas., costumbres malsanas, etc: Todo eso constituyen las impurezas de nuestro corazón.

En seguida intuimos que el lenguaje de nuestro corazón se sitúa al nivel de las emociones. Todos los desórdenes que acabo de mencionar desembocan en unas emociones no reguladas: se manifiestan casi a pesar nuestro; nos mandan; nos desgarran, nos cierran á Dios; nos atan a una especie de automatismo del mal. ¡Y todo esto viene de nuestro corazón! "Lo que sale de la boca viene del corazón y eso sí mancha al hombre. Porque del corazón salen las malas ideas, homicidios... Eso es lo que mancha al hombre". (Mt 15,18-20). Si yo quiero quitar las impurezas de mi ser, debo primero purificar mi corazón.
Frente a esta necesidad urgente de purificación normalmente se recurre a lo que s puede llamar "la ascesis clásica". Es una técnica probada, elaborada por largas generaciones de monjes, de cristianos, hombres. buena voluntad, decididos a liberarse de la esclavitud de la que son prisioneros.. Es un ejercicio que echa mano de t dos los recursos de nuestra voluntad, de nuestra energía y de nuestra perseveran a la luz de la fe y del amor. Esta ascesis tiene sus méritos y nunca debemos ces de recurrir a ella. Pero tiene también sus limites.

En particular, en lo que concierne a la auténtica purificación del corazón, hay que ir más allá de las técnicas humanas. A propósito de esto volvamos a leer las, invitaciones de San Bruno a su amigo Raúl : "¿Qué piensas hacer, carísimo? ¿Qué otra salida te queda sino seguir los consejos divinos y creer a la Verdad que nunca engaña? Pues bien, ella nos da este consejo: "Venid a mí todos los que sufrís y estáis cargados, que yo os aliviaré". ¿Y no es un sufrimiento molesto e inútil verse atormentado por la concupiscencia y afligido sin cesar por preocupaciones, ansiedades, mores y dolores, originados por tales deseos? ¿Y qué carga tan pesada como la que  despeña al alma de la alta torre de su dignidad para hundirla en la sima de la mayor bajeza, contra toda justicia?" (A Raúl 9). Hay  por lo tanto, una forma de purificación donde, antes que nada,  hay que volverse hacia Jesús,. acudir a Él,  a fin de recibir alivio de El.. Jesús nos dirige esta invitación precisamente después de ha berros pedido que renunciáramos a ser sabios y entendidos, para convertirnos en y pequeñuelos. Entrar en el camino del corazón, es reconocer que la única pureza verd dora es un don de Jesús.•

"Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso'''. (Mt 11,29). La purificación fundamental se produce a partir del momento en que todas las impurezas, todos los desórdenes queme aflige salen al encuentro de Jesús. No es una tarea más fácil que la de la ascesis clásica  pero es más eficaz, pues nos obliga a establecernos en la verdad': la verdad de nosotros mismos, que nos obliga a abrir los ojos a la realidad de nuestro pecado; ver dad sobre Jesús, que es verdaderamente el Salvador de nuestras almas, no solamente de una manera general y lejana, sino al nivel de un contacto Inmediato y concreta con cada una de las impurezas que nos afligen.. Es necesario, pues, que yo aprenda a  ofrecerle, a entregarle para siempre, toda la impureza de mi corazón, a medida  que aflora a la luz, sea bajo el juego de las circunstancias, sea por un movimiento profundo de mi corazón que quiere por fin volver a encontrar la auténtica libertad..

Cada vez, pues, que yo compruebo en mí uno de esos lazos que me paralizan, lo más importante no es lanzarme a la guerra contra esa "servidumbre"', pues, en la mayor de los casos, me contentaré con cortar las ramas sin llegar hasta las raíces. Lo más importante es poner al desnudo estas raíces, sacarlas a la luz, por más feas que sean, por más desagradable que resulte el comprobarlas. Sé trata precisamente de asumirlas en la realidad y poder, con un gesto libre y consciente, ofrecerlas, Salvador. En estas perspectivas, la invocación clásica "Jesús, Hijo del Dios vivo ten piedad de mí pecador", no corre ningún peligro de ser una repetición vana la comprobación indefinidamente renovada de que va a tener lugar un nuevo encuentro entre el corazón purificarte de Jesús y mi corazón manchado.

Es evidente que en este proceso hay un elemento de pura psicología humana, ¿pero que hay de sorprendente en ello? ¿La obra de la gracia, no se modela siempre sobre las estructuras de la naturaleza? Esta se convierte en este caso, en el soporte de la Redención, que viene a obrar en mi corazón la transformación, la cicatrización de las heridas por el encuentro personal con Jesús resucitado. Así, progresivamente se toma la costumbre de acudir de nuevo a El indefinidamente, sobre todo  a partir de lo que nos resulta oscuro,  tenebroso, inquietante.

Es una actitud del corazón que al principio nos da miedo. Con demasiada frecuencia se nos ha enseñado que no se podía ofrecer al Señor más que las cosas buenas, las cosas hermosas. Todo lo que no es un acto de virtud no se le puede presentar. ¿ No es acaso ir contra el sentido del Evangelio decir esto? Jesús mismo afirma que E] no ha venido para los sanos sino para los enfermos.- Es necesario, pues, sin falsa vergüenza,  aprender a ser delante del médico divino auténticos enfermos que reconocen lealmente todo lo que en ellos es falso, mentiroso, opuesto a Dios.  Sólo E] puede curarnos.

Mi cuerpo; lugar del encuentro con el Verbo, Templo del Espíritu.

Querríamos contentarnos, con tomar la fórmula "Oración del Corazón" de manera simbólica. Hablar del corazón sería una manera imaginaria de evocar una realidad interior, y por tanto espiritual. Esto no es exacto. Todos los movimientos del. corazón, que son el: soporte de nuestra relación con el Padre, son movimientos ligados a nuestro ser sensible, material. Sabemos-por experiencia -a veces incluso a costa de nuestra salud- que las emociones verdaderamente profundas alcanzan a nuestro corazón físico. Entrar en la oración del corazón es imposible, si no aceptamos viví] de manera verdaderamente consciente y resuelta al nivel de nuestro cuerpo.

Dios nos ha hecho así. El' relato del Génesis nos muestra al mismo tiempo a Yahvé modelando al hombre a partir del barro y afirmando con gran seguridad que este ser material es verdaderamente a su imagen y semejanza. Nuestro cuerpo no es un obstáculo en nuestras relaciones con Dios. Es, al contrario, la obra misma de Dios que nos ha constituido a nosotros mismos como hijos, llamados a recibirle a El mismo herencia.
Toda la economía de la encarnación del Hijo de Dios nos sitúa en las mismas perspectivas. La iglesia de los primeros siglos se ha batido encarnizadamente para defender esta realidad : que Jesús es verdaderamente hombre. En la carne El ha nacido, ha vivido, nos ha enseñado, ha sufrido, ha muerto y ha resucitado.

Con las obras humanas del Verbo de Dios las que nos han dado y continúan dándonos cada día la Vida. La Palabra de Dios viene a nosotros con palabras humanas. Nuestro pecado no es purificado de manera simbólica, sino por la efusión de la sangre brotando del cuerpo de Jesús. El ha muerto y resucitado verdaderamente en su carne. Es esta resurrección material la que salva tanto nuestras almas como nuestros cuerpos.

Finalmente, el Espíritu, no nos ha sido dado sino a partir de la resurrección corporal del Hijo. Es El, el Hijo de María, quien nos envía el Espíritu del seno del Padre. No es el Verbo increado sino el Verbo encarnado, después de haber compartido nuestra existencia y haber llegado a ser uno de los nuestros

Nosotros hacemos la experiencia de ésta encarnación cada día por los Sacramentos, la liturgia, la vida de comunidad, la pertenencia al Cuerpo de la Iglesia. Todo esto es el fundamento inmediato, la presencia en nuestras vidas de la realidad corporal de Cristo. Sepamos, pues, acoger a Cristo tal como El viene a nosotros, es decir dirigiéndose a nosotros en nuestro cuerpo. No nos apresuremos a desembarazarnos rápidamente de este intermediario, que tendríamos tendencia a considerar como una impureza en nuestras relaciones con Dios. Esto no es verdad: no es .una impureza, es el lugar mismo del encuentro con nuestro Abba.

Lo mismo que nos es imposible imaginar la vida de comunidad como si nuestros hermanos fueran unos seres desencarnados, puros espíritus, que tuviéramos que alcanzar más allá de las envolturas corporales, igual sería un rechazo de la realidad del amor de Dios querer hacer abstracción de la realidad carnal, material, pesada,, de: Hijo que viene a nosotros. La Eucaristía que celebramos cada día es verdaderamente la celebración de un acto que ha causado, en su Cuerpo y en su Sangre unas transformaciones profundas, no prescindiendo de ellas, no dejándolas a un lado, sino dánd1 les su plena significación : son la realidad material que es el Hijo de Dios. De la misma manera, nuestro cuerpo , con todas sus pesadeces, sus límites, sus mole; tías, es la realidad de lo que somos. Es mi cuerpo el que entra en contacto con esta otra realidad de la que Jesús ha dicho "Esto es mi Cuerpo". Es el; encuentro 1 estas dos realidades corporales el que establece el contacto de Vida entre Dios y yo. "S i no cogéis mi Carne y no bebéis mi Sangre, no tendréis vida en vosotros .. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre, del mismo modo el que me come vivirá por mí" (Jn 6,57).

La consecuencia de esta realidad es que yo no puedo orar sin orar en mi cuerpo.
Yo no puedo hacer abstracción de mi realidad encarnada cuando me dirijo a Dios. No es una simple cuestión de disciplina religiosa si ciertos gestos son impuestos, si unas condiciones materiales-me obligan cuando tengo que volverme hacia Dios. Esto corresponde a la única realidad : Dios me ama, tal como El me ha hecho. ¿Por qué querría yo ser más espiritual que El?.

Yo aprendo, pues, a vivir a nivel de mi cuerpo, de todas las obligaciones que me i pone. El alimento, el sueño, el descanso, la enfermedad, los límites de mis fuerza ... todo esto no constituye unos obstáculos entre Dios y yo; por el contrario, esto constituye la trama del tejido que establece una continuidad sin falla entre lo más íntimo de la realidad divina y lo más concreto de mi existencia cotidiana. ¿ ¿Quién de nosotros no ha hecho esta experiencia, a veces terriblemente dolorosa, de sentirse limitado, casi prisionero, en razón, por ejemplo, de las dificultades de salud? Y, si nuestro corazón es leal, no podemos decir más que una cosa : es Dios quien viene a nosotros a través de estas limitaciones dolorosas. Son verdaderamente el punto de inserción del amor de Dios en nuestra vida. Nuestro corazón acoge e Dios, en la medida en que está atento a esta realidad, que nos gustaría poder considerar como inferior a nuestra vocación espiritual. Estemos vigilantes ante la ME tira permanente que el Príncipe de la mentira intenta así infundir en nuestros corazones. No juguemos a los espíritus puros; sepamos ser algo mucho mejor : somos ] hijos de Dios.

El Espíritu mismo ora en mí.

Hablamos de orar. Pero, ¿sabemos orar? ¿Acaso sé yo mismo en qué consiste la verdadera oración; Sinceramente, debo reconocer que no lo sé. Siento en mí una llamada profunda en una dirección, pero estoy en las tinieblas.

Felizmente "el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad; porque nosotros no SE hemos pedir lo que nos conviene : pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. El que escudriña los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu y que su intercesión por los santos es según Dios" (Rm. 8,26-27).

La oración está en mi corazón. Brota de mi corazón. Y sin embargo no es una obra tan sólo mía. El Espíritu me ha sido dado; ha sido derramado en mi corazón y es E] quien ora en m. El Espíritu viene del corazón de Dios, deseoso de encender en mi propio corazón la misma llama que en el suyo.

Conocemos todos los pasajes de San Pablo que nos repiten esto, pero ¿no tenemos demasiada tendencia a considerarlo de forma puramente teórica o, para expresarnos una manera más noble, como unas "realidades de fe", es decir una cosas-de las que se habla con convicción, pero que no las vivimos sino en una oscuridad total? Esta presencia del Espíritu en mi corazón sería algo que se situaría únicamente al nivel de Dios y con la cual yo no podría comulgar sino a través de fórmulas intelectual( La realidad misma escaparía totalmente a mi experiencia. ¿Es verdaderamente esto lo que quiere decir San Pablo?
¿Sería necesario, en reacción contra lo que esta actitud tiene de excesiva, exigir que toda existencia cristiana auténtica fuera una experiencia del Espíritu al modo de los Apóstoles recibiendo las lenguas de fuego en la mañana de Pentecostés? Pero  entre los dos extremos se sitúa la actitud verdadera, asequible a todos los cristianos, donde la presencia del Espíritu en nuestras vidas es una realidad que tiene una influencia directa sobre nuestra manera de ser, sobre nuestras relaciones de amor con nuestros hermanos, con nuestra oración.

Si repasamos las diferentes etapas de las que hemos hablado, comprobamos un proceso, progresivo. Renunciar a considerar el centro de nuestra actividad de oración al nivel de la cabeza, de las representaciones, de los sistemas de pensar. Entrar en nuestro corazón. Descubrir en él un mundo desordenado de emociones y, de heridas, que emanan de nuestro corazón y que tienen necesidad de ser purificadas. Hemos descubierto que había una  posibilidad efectiva de integrar todas estas heridas de nuestro corazón en el movimiento de la redención, sacándolas a la luz, para ofrecerla conscientemente a la acción redentora de Jesús.

Así, sin ni siquiera haberlo dicho, hemos llegado a hablar ya de un movimiento de: Espíritu en nosotros. Si nosotros podemos hacer esto de que acabo de hablar, es q1 realmente el Espíritu del Señor está actuando en nosotros, que nos permite separa: en la red compleja de nuestras emociones aquello que podemos, con paciencia y perseverancia, ofrecer a la gracia de purificación y de resurrección del Salvador. Toda esto de que estamos hablando es ya  obra del Espíritu.,

Continuemos pues en la misma línea. Más allá de tinos estos movimientos desordenados del corazón, sobre todo a partir del momento en el que la obra de Jesús empieza a restablecer el orden, reconocemos unos movimientos menos desordenados, que progresivamente terminan incluso siendo correctamente ordenados; y así, sin que nos demos cuenta, el fondo de nuestro corazón aprende a ponerse en movimiento espontáneamente hacia el Señor. Es solamente después de un tiempo, mirando lo que ha ocurrido cuando comprobamos que de hecho, el Espíritu del Señor estaba discretamente, silenciosamente, actuando en el fondo de nuestro corazón. A medida que la paz se ha establecido en las profundidades-, un dinamismo misterioso se pone en movimiento con el cual debemos aprender a cooperar.

Así aprendemos nosotros a asumir todos los movimientos de nuestro corazón, los buenos, los menos buenos, e incluso los malos,  para orientarlos hacia. Dios. Los unos, vienen directamente del Padre y vuelven a El. Los otros tienen necesidad de ser t. formados, asumidos por la muerte y la resurrección de Jesús. Todos piden ser finte grados conscientemente en el dinamismo del Espíritu derramado en nuestros corazón Se trata de aprender a  estar  despiertos a los movimientos de nuestro corazón, de forma que los unamos voluntaria y conscientemente á la acción del Espíritu Santo que habita en nosotros.

Todo esto no implica ninguna "gracia mística". Se trata, solamente, de tomar conciencia en la calma y la simplicidad, de que  nuestro corazón esta y que esta vida, nosotros podemos ofrecérsela al Espíritu Santo para que El la lleve consigo en su movimiento hacia el Padre.

San Pablo dice que el Espíritu pide en nosotros con gemidos inenarrables. Esta última palabra merece que le prestemos atención. La acción normal del Espíritu no es  darnos ideas claras, ni darnos luces, ni incluso darnos lo que_sea. La acción del Espíritu es impulsarnos hacia el Padre. "Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios esos son hijos de Dios. Habéis recibido no un espíritu de esclavitud para re caer en el temor; sino un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace gritar : ¡Abba Padre!!.. Ese Espíritu y nuestro espíritu dan testimonio concorde: que somos hijos de Dios" (Rm 8,14-15). El Espíritu es un testigo; es un dinamismo que nos impulsa Sobre todo, no intentemos cercarlo, identificarlo, aferrarlo, para controlarlo.  E sería expulsarle de nuestro  corazón, sería apagarlo. Dejémosle toda su libertad para orar en nosotros, a su manera velada, escondida,y misteriosa, que juzgamos po rsus frutos. En la medida en que comprobemos que aprendemos a orar; que sin saber por qué, hemos llegado a ser capaces de  pedir a Dios y de ser escuchados, es un s no de que, a pesar de nuestras debilidades evidentes, el Espíritu  ora en nosotros

Mi debilidad, lugar de descubrimiento y de encuentro con la ternura del Padre.

Volvamos a tomar aquí algunas de las orientaciones más importantes que acabamos dE expresar. Recojámoslas y unifiquémoslas, pues representan una actitud fundamental  la oración del corazón.
La reacción espontánea de todo ser humano es tener miedo de sus debilidades. A partir del momento en que comprobamos que uno u otro punto no podemos contar con nuestras propias fuerzas, una inquietud tiende a establecerse en nosotros que a veces corre el peligro de convertirse en angustia. Ahora bien, todo lo que hemos dicho hasta ahora nos lleva a perder nuestras seguridades personales, haciendo que renca en nosotros lo que hemos llamado nuestra vulnerabilidad, nuestros desórdenes ocultos, los límites de nuestra condición de criatura, etc. Y nos hemos dicho cada vez : No hay sino una solución: que es, reconocer la realidad de/lo que somos y hacer que el Señor se haga cargo de ella.
Recordemos el episodio de la tempestad calmada. Los Apóstoles están asustados por mal tiempo que sacude su barca y despiertan a Jesús. Este se vuelve hacia ellos y les pregunta sorprendido : "¿Por qué teméis, hombres de poca fe?" (Mt 8,26). Luego con un gesto, calma las olas.

¿Por qué, entonces, tener miedo de mis debilidades?  Estas existen. Durante mucho tiempo he rehusado mirarlas de cara. Poco a poco he ido intentando dominarlas. Me veo obligado a reconocer ahora que forman parte de mí mismo. No son un accidente interior del que yo podría librarme definitivamente. Aún más, si yo tuviera tendencia a olvidarlas, el Padre se encargaría en seguida de recordármelas. El permitirá tal falta, ante la cual yo no podré negar mi realidad de pecador. Dejará que la salud me juegue unas pasadas tales, que yo deberé reconocerme vencido y entregarme sin defensa al amor del, Padre. Me hará comprobar sin posibilidad de duda, cuán  limitada: son mis facultades.

Pero lo que es nuevo es que, a partir de ahora estas debilidades, en lugar de representar un peligro, constituyen para mí una posibilidad de entrar en contacto con  Dios. Esta es la razón por la cual debo poco a poco asumirlas conscientemente. No considerarlas ya como un lado inquietante de mi personalidad, sino como una dimensión querida o aceptada por el Padre; no como un remedio para salir del paso, sin como una estructura fundamental del orden de la vida divina tal como me la ha dad !Cuando yo me encuentre de repente todavía no había descubierto en mí, mi primera reacción deberá ser a partir de ahora no ya asustarme, sino preguntarme dónde está el Padre. Escondido allí.

Y entonces, ¿cómo no plantearse una pregunta? ¿Esta transformación de la debilidad que tiene todas las apariencias de un fracaso, en la victoria del amor es una especie de "recuperación, por la cual Dios transforma el mal en bien, o, por el contrario, no estamos nosotros en presencia de una dimensión fundamental del orden divino.

Habría mucho que decir en este campo. Contentémonos con comprobar, sencillamente, incluso en el orden natural, todo amor auténtico es una victoria de la debilidad. Amar no consiste en dominar, en poseer, en imponerse a aquél que uno  .ama. Amar significa acoger sin defensa al otro que viene a mí; en compensación uno tiene la certeza de ser plenamente acogido por el compañero, sin ser ni juzgado, ni condenado ni comparado. No hay una prueba de fuerzas entre dos seres que se aman. Hay una especie de inteligencia mutua interior, gracias a la cual  ya no puede temer ningún  peligro que viniera del otro.

Esta experiencia, aunque siga siendo imperfecta, es ya muy convincente. Y sin embargo  no es sino un pálido reflejo de la realidad divina. A partir del momento en que empezamos a creer verdaderamente en nuestro corazón en la ternura infinita del Padre, nos sentimos en cierto modo obligados a descender más y más en una aceptación positiva y gozosa de un no-tener, un no-saber, un no-poder. No hay en ello ninguna auto-humillación malsana. Penetramos sencillamente en el mundo del amor y de la confianza.

Así, casi sin darnos cuenta, entramos en comunión con la vida divina. Las relaciones del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo son, a un nivel que sobrepasa totalmente nuestra comprensión, una forma perfecta de la debilidad plenamente asumida en la comunión.

De manera más cercana a nosotros, esta ternura íntima del tres veces Santo se manifiesta en la relación del Hijo encarnado con su Padre. ¿Cómo no sentirnos impresionados por la serenidad y la infinita seguridad con la cual Jesús declara tranquila. mente que El no tiene nada suyo, que El no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre? ¿Qué hombre aceptaría una indigencia semejante? Y sin embargo ¿no es acaso en esta dirección en la que debemos comprometernos, si queremos re< mente vivir en las profundidades de nuestro corazón, tal como el Padre lo ha creado y tal como El lo transfigura por la muerte y la resurrección de su Hijo?

María nos orienta en la misma dirección, El Magnificat es, en un mismo vuelo del corazón,  un canto de triunfo y el reconocimiento de una indigencia total. Los dos van a la par.  Desde el principio María ha reconocido y aceptado su total debilidad: se encuentra
sí en estado de acoger al Hijo que le da el Padre, y se convierte en Madre de Dio: porque es la que está más cerca de la pobreza de Dios.

Entrar en el  silencio.

Al seguir el' camino del que hablo, es normal; que progresivamente la actividad intelectual se apacigüe durante el tiempo de la oración; igualmente,_en la medida en que las emociones del' corazón son canalizadas, todas las distracciones o divagaciones de cualquier tipo pierden su razón de ser. Es decir que la Oración del Corazón, mediante un movimiento espontáneo, nos orienta hacia el silencio. Algunos días, la experiencia del silencio es más fuerte y es inevitable que uno se halle expuesto, puede llamarse así, a "la tentación del silencio".

El silencio es un bien que ejerce una seducción sobre todos los corazones, a partir
el momento que han hecho una experiencia sabrosa del mismo. Pero hay muchas formal de silencio. No todas son buenas.. La mayoría de ellas son incluso deformaciones mál que una auténtica oración de silencio.

La primera tentación es hacer del silencio un actuar, incluso si uno está íntimamente persuadido de lo contrario. Bajo pretexto de que a inteligencia está parada, que el corazón parece en reposo, uno se imagina que ha alcanzado un verdadero silencio del ser. En realidad este silencio, aún cuando haya una autenticidad indiscutible, es el resultado de una tensión de la voluntad que finalmente es el más sutil, pero igualmente el Más pernicioso, de los modos de actuar.  En lugar de tener nuestro corazón en estado de disponibilidad, nos mantiene en un estado en el que nos imponemos una actitud artificial y en el/que finalmente no ofrecemos al Señor una acogida, porque estamos apoyados en nuestras propias fuerzas. En el caso de personas que tienen una voluntad enérgica, esto puede representar un obstáculo mayor a la verdadera disponibilidad al Señor. Materialmente hablando el silencio es grande, pero es un silencio replegado sobre sí mismo, apoyado sobre sí mismo.

Otra tentación consiste en querer hacer del silencio un fin . Se imagina que la razón de ser de la Oración del Corazón, e incluso de toda existencia contemplativa,
es el silencio. Se detiene en una realidad material. No se detiene en la persona del Padre o en la del Hijo o del Espíritu. Es mi estado el que cuenta y no la relación real de amor y de disponibilidad que yo tengo con relación a Dios. ¡Eso ya no es una oración, es una contemplación de mí mismo.


Una tentación análoga a la precedente consiste en hacer del silencio una realidad en sí misma. El silencio se basta. A partir del momento en que todos los ruidos d los sentidos, de la inteligencia, de la imaginación han quedado apaciguados, un auténtico goce se establece en nosotros ... y esto basta. No se busca nada más. Rehusa buscar otra cosa. Todo lo que introdujera de nuevo una idea cualquiera, incluso sobre el Señor, y hasta procedente de El, parece un obstáculo. La única realidad divina en ese momento es el silencio. Ya no hay oración. No hay ya sino la construcción de un ídolo que se llama silencio.

Esto no impide que un auténtico silencio sea una realidad muy importante, a la que hay que dar gran valor. Pero  si se quiere entrar en un silencio auténtico, es preciso desde el fondo del corazón  renunciar al silencio. No despreciarlo, no subestimarlo, no renunciar a buscarlo, pero sí evitar hacer del silencio un fin. Sobre t do hay que evitar el creer que el verdadero silencio es el resultado de mi esfuerzo personal. Yo no tengo que construir el silencio colocando cada pieza en su lugar como se construye una obra. Imaginamos con demasiada frecuencia que el silencio consiste únicamente en establecer la paz en las facultades intelectuales, imaginación,  sensibilidad. Ese es un aspecto del Silencio, pero no esto el silencio. Es necesario aún que nuestro corazón profundo, en la medida que se identifica con la voluntad, esté él mismo en silencio : que cualquier otro deseo que no sea el hacer la voluntad del Padre, esté acallado. Es decir que mi querer, en lugar de estar tenso para imponerse al resto del ser humano, permanezca él mismo pura disponibilidad, escucha y acogida. Entonces empieza a existir la posibilidad de entrar en un auténtico silencio de todo el ser cara a cara a Dios, un silencio nacido de la conformidad real  de mi ser profundo al Padre, del cual es imagen y semejanza.

Sólo Dios basta : todo lo demás es nada. El auténtico silencio es la manifestación de esta realidad fundamental de toda oración. Hay verdaderamente silencio en el corazón, a partir del momento en que han desaparecido de él todas las impurezas que se oponían al reino del Padre. El verdadero silencio no se establece sino en un corazón puro, en un corazón que ha llegado a ser semejante al corazón de Dios.

Es la razón por la cual un corazón verdaderamente puro puede guardar un silencio completo, incluso cuando está inmerso en toda clase de actividades, porque ya no hay distancias entre él y Dios. Y aunque su inteligencia y su sensibilidad permanecen en actividad para estar en conformidad con la voluntad de Dios, el silencio auténtico continúa reinando en ese corazón.

Dichosos los corazones puros, porque ellos verán a Dios.

DEJARSE DEIFICAR EN EL SOSIEGO. (San Agustín).

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