miércoles, 5 de junio de 2013

ACOGER A JESÚS Y ENTREGARSE A ÉL


¿Cómo establecer entre Jesús y nosotros una relación viva y estable?

Nos preguntamos con frecuencia, de tal modo tenemos la impresión de que nuestra vida espiritual esté continuamente sometida a toda clase de fluctuaciones, de sorpresas, y por lo tanto de desilusiones. Un día experimentamos vivamente su amor, sabemos que Él nos ama, que cuenta con nosotros, y toda va sobre ruedas; al día siguiente, por el contrario, tenemos la impresión de que hay como un tabique entre Él y nosotros, entonces no se trata ya de encontrarle, menos aún de sentirlo; hay como un obstáculo permanente que nos paraliza. ¿Qué hacer?

Vamos a dividir nuestra reflexión en dos partes:
La primera concierne a las orientaciones generales que nos da el Evangelio.
La segunda daré unos ejemplos concretos de posibilidad de acoger verdaderamente a Jesús en nuestra vida, hoy.


l. LAS ORIENTACIONES GENERALES QUE NOS DA EL EVANGELIO.

Podemos distinguir tres:
-En primer lugar, dejarle venir a nosotros.
- luego, creer en Él.
- entrar en el movimiento del amor libre del Señor.

Hablemos por separado de cada una de estas orientaciones.

Dejar venir a nosotros al Señor.

Esto parece muy natural y sin embargo ¿no es acaso opuesto a nuestra manera habitual de actuar? ¿No hay que decir incluso que habitualmente estamos tentados a creer que el éxito de nuestra vida espiritual mediante nuestros esfuerzos, nuestro trabajo, nuestros méritos, y así sucesivamente. Nos comportamos como si estuviéramos persuadidos de que su gracia nos pertenece, que es obra nuestra, el fruto de nuestro trabajo y evidentemente, en estas condiciones, el día que tenemos la impresión de que la gracia nos falta, porque estamos en la sequedad, en la oscuridad, en la desolación, pensamos entonces que es un castigo, porque no tenemos la gracia en el momento que la queremos o en la forma que la queremos. Esta actitud de dejar venir a nosotros al Señor no nos es natural. Al contrario.

Y sin embargo ¿qué nos dice el Evangelio? El de San Juan, en particular, insiste en decirnos que Él es el Hijo, es decir Aquel que viene del Padre, que es engendrado por el Padre. Esto tiene lugar no solamente en el seno de la Santísima Trinidad, sino igualmente en la tierra. Él es Aquel que ha salido del Padre, que viene del Padre, que está en movimiento hacia nosotros. El Padre nos ama y nos envía a su Hijo, y esta perspectiva parece incluso tan importante a los ojos de Jesús que al final de su vida, en el momento que va a separarse de sus discípulos, cuando está con ellos en oración ante su Padre para hacer el balance de su vida terrestre, reconoce que ha cumplido la misión que le ha sido confiada por el Padre, precisamente porque ahora los discípulos han reconocido que Él había sido enviado por el Padre, que Él venía del Padre.

Es necesario que tomemos la costumbre de considerar a Jesús no como un ser estático a nuestro alcance de tal forma que nosotros podamos cogerlo cada vez que lo deseemos y de la manera que nos guste, sino al contrario, hay que tomar a Jesús como una persona dinámica, si podemos decir así, o sea, que está en movimiento por su propia vida, que está en movimiento hacia nosotros. Jesús, porque el Padre nos ama y porque el Padre ha dado al Hijo el mismo amor por nosotros, Jesús, por amor, está en marcha hacia nosotros. Jesús es el Buen Pastor que va al desierto para buscar a la oveja perdida que soy yo; no es la oveja que viene brincando delante del Pastor, sino que es Él quien la descubre, la pone sobre sus hombros y la vuelve al redil. Permanezcamos siempre íntimamente persuadidos de esta verdad primera: el Señor está en nuestra búsqueda y cuando tenemos la impresión que Él nos olvida, que Él nos deja solos en nuestra miseria, es posiblemente la prueba de que somos nosotros los que nos escapamos de Él, somos nosotros quienes no le esperamos, quienes no estamos disponibles para dejarnos encontrar por Él.

El Apocalipsis nos abre unas perspectivas muy semejantes, cuando el Señor nos dice que Él está a nuestra puerta y llama. ¿Le abriremos? ¿Le acogeremos? ¿Seremos bastante sencillos y disponibles para dejarle entrar en nosotros, en lugar de salir fuera de nosotros mismos so pretexto de encontrarle y de hacer lo que le gusta?

Todo esto parece indicar que el verdadero problema es un problema de atención. ¿Estamos a la escucha para discernir los golpes discretos del Esposo que llama a la puerta? ¿No somos con demasiada frecuencia como la Esposa que no quiere molestarse cuando el Amado llama a la puerta? Y he aquí que Él desaparece, huye. La Esposa se despierta, se precipita hacia la puerta, pero es demasiado tarde, Él se ha marchado. Esto es siempre verdad, demos pues, a nuestro corazón esta disponibilidad para escuchar, para oír todos los signos infinitamente discretos del Señor.

Es preciso creer en Jesús.

Esta es la segunda enseñanza fundamental que nos da el Evangelio. Intentemos profundizar un poco ¿en qué consiste acogerlo?

Esto quiere decir dejarle penetrar en nuestra vida, en nuestra verdadera vida personal, profunda, de manera que nosotros perdamos nuestra independencia, que le entreguemos lo que tenemos de más íntimo: nuestra libertad, nuestro juicio, nuestra seguridad. Tenemos que comprometernos totalmente con relación a Él, esto es, dejarle penetrar en nuestra vida, esto es, por tanto, acogerle. Sería demasiado fácil bastara con dejarle a nuestro lado y dirigirnos a él solamente cuando tenemos ganas o cuando creemos tener necesidad. No, hay que ir mucho mas lejos que esto. Hay que construir nuestra vida sobre Él, sobre un acto de confianza total y profundo en Él.

Todo el Evangelio está construido sobre esta base fundamental. Aquel que cree en el Señor obtiene todo de Él: los enfermos son curados, los muertos resucitan, lo que están en pecado salen de Él, y San Juan llega incluso a decir al final de su Evangelio que todo esto se ha escrito para que creamos que Jesús es el Hijo de Dios. Es decir, encontramos ahí reunidas las dos ideas fundamentales de las que hablamos ahora, primero creer, comprometernos; y seguidamente creer que Él es el Hijo, es decir el enviado, Aquel que viene a nosotros.

Así pues, creer en Jesús no es, en primer lugar, recitar un Credo y decir todos los artículos de la fe. Yo me adhiero a ello con mi inteligencia. Esto es una fe, digamos, en un segundo estadio. La fe fundamental es que yo, en mi libertad humana, en inseguridad humana, me fío de la persona de Jesús y le digo desde el fondo de mí mismo: “Yo cuento contigo, yo me fío de ti, tengo la certeza de que tu palabra es verdadera, que tu persona es leal, y yo me entrego totalmente a ti”. Si tomamos esta posición con firmeza, realmente acogemos a Jesús, le dejamos entrar en nuestra vida. Él viene a comer con nosotros.

Pero, ¿Cómo creer en él de verdad? No es fácil. Es arriesgar en cierto modo toda nuestra vida por un hombre. Es algo ante lo cual uno tiene miedo; entonces también ahí hemos de decirnos que nuestra fe no nos pertenece, no somos nosotros quienes la construimos con nuestros esfuerzos; ni con nuestros esfuerzos de voluntad, ni con nuestros esfuerzos de inteligencia; no es porque yo diga que quiero creer o que quiero creer más que efectivamente mi fe vendrá o aumentará. No es tampoco porque yo elabore una teoría magnífica perfectamente verdadera que mi fe podrá desarrollarse: la fe es un don de Dios. La fe, en su nacimiento, en su origen, es un don totalmente gratuito del Señor; es precisamente este encuentro con Jesús que viene a nosotros con nuestro corazón. Evidentemente es preciso que nosotros la aceptemos; siempre tenemos la posibilidad de rechazarle, pero fundamentalmente esta chispa procede de Él. Jesús llega hasta nosotros y le dejamos penetrar en nosotros.

Felizmente la mayor parte del tiempo nosotros no tenemos que hacer surgir la primera chispa de la fe, nosotros tenemos que hacer crecer nuestra fe porque la mayoría de las dificultades que creemos hallar en nuestra vida espiritual proceden de falta de fe. También aquí no son nuestros esfuerzos los que aumentarán la fe. Recordemos las palabras del adre del niño enfermo en el evangelio: “Creo, Señor, pero aumenta mi Fe”. Es a Jesús a quién hemos de pedir que aumente nuestra fe, cuando tenemos conciencia de forma bien clara que nos falta fe. Ya sea que abiertamente tengamos tentaciones contra la fe, ya sea que nos sentimos demasiado sumergidos en las tinieblas,  nuestro primer movimiento debe ser volvernos hacia el Señor para decirle que nos falta fe, pero que creemos que Él puede aumentar esta fe que nos falta. Es Él mismo quien nos da la capacidad de acogerle en la medida en que nosotros se lo pedimos con suficiente humildad y disponibilidad.

Entrar en el movimiento del amor libre del Señor.

Esta es la tercera perspectiva que hemos discernido en el evangelio. También aquí, la Escritura nos dice que es siempre el Padre quien ama primero. La epístola de San Juan lo repite varias veces con una insistencia que debe llamarnos la atención: “ en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado; sino en que el Padre nos ha amado el primero”. Esto nos da una seguridad extraordinaria, tenemos esta certeza de que independientemente, en cierto modo, de nuestros méritos, de nuestras cualidades, de nuestras virtudes; independientemente de lo que nosotros somos o de lo que hemos hecho, el Padre nos ama y nos ama con un amor infinito, con un amor divino. Y nos ama tanto que nos ha dado a su Hijo Único de forma que si creemos en él tenemos la vida eterna. Pero se trata de un amor libre del Señor, un amor que nosotros no dominamos. Por lo demás, ¿acaso no es esto lo propio de todo amor? Un amor que no es nunca al que se puede dominar, que puede ser el fruto de una técnica por parte del ser amado pero esto es aún más verdad en el caso de Dios, porque Dios actúa con una libertad divina, es decir infinitamente más amplia y más flexible que la nuestra.

Tenemos un ejemplo bastante impresionante en la forma cómo Jesús se manifestó el día de la Resurrección. A los ojos de nuestra lógica o en el marco de una buena organización, podríamos decir que la manera en la que el Señor se manifestó aquel día es deplorable: Jesús desaparece sin decir palabra, sin explicar nada y cuando uno no lo espera, aparece, luego desaparece. Es María Magdalena, luego serán Juan y Pedro, después los discípulos de Emaús; a continuación aparece a los discípulos reunidos en el cenáculo precisamente en el momento que Tomás no está allí. En resumen, en ese día único en la historia del mundo, en ese día en que los discípulos arden de espera, de inquietud, luego de amor, Jesús parece burlarse de ellos. Y, sin embargo, es precisamente el momento en que sin duda alguna Jesús quiere manifestar con la mayor delicadeza y más riqueza su amor. Estamos completamente desorientados si intentamos comprender por qué ha actuado de tal o cual manera. El evangelio tiene cuidado, de decirnos que Jesús, precisamente antes de su muerte, se inclinó hacia María su Madre para confiarla a Juan, y confiarle a Juan. Y el día de la Resurrección no se trata de la relación de Jesús y su Madre. Entonces evidentemente los predicadores aprovechan para imaginar toda suerte de cosas, pero el hecho es que el Evangelio no nos dice nada al respecto.

No nos sorprendamos de ello, no busquemos hallar buenas razones, constatemos simplemente el hecho e intentemos entrar en esta lógica superior del amor, que no es una lógica de la inteligencia, sino que debe ser por nuestra parte una lógica de confianza, de disponibilidad. Puesto que Jesús ha actuado así; es que había ahí algo que era mejor para él, mejor para el Padre, mejor para los discípulos. Había ahí una pedagogía, una manera de hacerse reconocer, una manera de revelarse que nosotros debemos aceptar. Es preciso que nos dejemos modelar por esta actitud de Jesús, sin querer explicarla inmediatamente, situarla en categorías que resultarían agradables a nuestra inteligencia, a nuestra imaginación, a nuestra sensibilidad. Lo propio del amor es aceptar sin explicación. Desde el momento que Jesús ha hecho esto y que lo ha hecho a propósito, yo me alegro, y si yo encontrara toda clase de  buenas razones no me alegrará más en las perspectivas de Jesús. Es simplemente mi manía de explicarlo todo la que quedaría satisfecha, pero nada más. Hay ahí una lección que se extiende a toda nuestra vida, pues para nosotros cada día es la Resurrección. Todos los días Jesús resucitado se manifiesta a nosotros y todos los días lo hace de una forma que escapa a toda lógica.

Hay que reconocer que existe un verdadero sufrimiento en sentirse así suspendido a una voluntad que se nos escapa, una voluntad que nosotros no controlamos. Y, no obstante, ¿podemos actuar de otra forma? Si creemos en el amor y si hay un verdadero acto de fe, es decir si nos entregamos verdaderamente a este amor y si es un amor al que nosotros le concedemos toda su libertad, podemos hacer otra cosa que no sea dejarle la libertad de decidir como él quiere, y de estar siempre íntimamente persuadidos de que eso es lo que hay de mejor, porque viene de él, porque nosotros sabemos que él nos ama.

Pero esto no impide que nuestra naturaleza humana, nuestra necesidad de seguridad, nuestra necesidad de que las cosas ocurran de una manera que nosotros entendamos, que nosotros controlemos, sea puesta a prueba cuando hay que lanzarse en cada instante al vacío, diciendo: “Yo tengo confianza en ti, no sé en qué consistirá el mañana, no sé en que consistirá el minuto próximo, pero sé que será tu amor quien lo habrá hecho y esto me basta”.

En conclusión de esta primera parte, digamos que para dar a nuestra vida una estabilidad y un equilibrio permanente, hay que construirla enteramente sobre la persona de Jesús. Nosotros sabemos que él nos ama porque el Padre nos lo ha dado; por tanto creemos en el, nos entregamos a él, le dejamos penetrar totalmente en los últimos reductos de nuestra vida, de nuestra seguridad, de nuestra intimidad y le dejamos venir como él quiere, cuando el quiere, con esta certeza de que él vendrá siempre en el mejor momento si estamos disponibles para acogerle.


ll. TRES EJEMPLOS CONCRETOS DE ENCUENTROS CON JESUS.

Intentemos ahora dar tres ejemplos concretos de posibilidad de encuentros con Jesús en nuestra vida de hoy. Hablaremos de la Eucaristía. Luego del encuentro con Jesús en mi Hermano, en mi prójimo. Y finalmente del Nombre de Jesús que os lo hace presente.

1. La Eucaristía.

La Eucaristía es un sacramento extremadamente valioso pues realiza para mí, hoy, aquí donde estoy, la plenitud del don que el Padre nos ha hecho del Hijo, cuando Jesús vino a la tierra, ya que estuviera en Palestina, o hablando con sus discípulos, entregándose por ellos y muriendo en la cruz. Todo esto se nos da en el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Hijo. Decíamos que el misterio de Jesús era un misterio dinámico: Jesús está en movimiento hacia nosotros, pero este movimiento desemboca en un encuentro, y la Eucaristía es precisamente el encuentro más profundo que podemos tener con el Señor, no a nivel de hermosas frases, de palabras, de grandes sentimientos, sino al nivel al que él ha venido a encontrarnos, es decir en su humanidad. El Verbo se ha hecho carne para venir a nuestro encuentro, hombres como somos, en nuestra condición carnal. Este Cuerpo que yo como, esta Sangre que yo bebo, es la Sangre del Hijo de dios, es el Cuerpo del Hijo de Dios. Así pues, yo estoy en contacto directo en mi carne, en mi propia realidad humana, con el Don del Padre. Yo puedo ser más o menos acogedor, puedo estar más o menos atento a ese don, pero la realidad está ahí, el movimiento de Jesús desde el Padre hacia mí termina en el momento que yo comulgo.

Al mismo tiempo la Eucaristía es el sacramento del sacrificio de Cristo, es decir de su retorno hacia el Padre, ya no solo, sino en compañía de todos sus hijos que el Padre le ha dado, esos hijos que él ha adoptado, de los cuales ha hecho su propio Cuerpo, porque están todos unidos a su carne y a su sangre. Se trata, pues, del punto o partida de un nuevo movimiento, de un movimiento que me lleva, a mí, hoy, hacia el Padre en el Hijo. Ante la Eucaristía debo, pues, tener la actitud de la que hablábamos hace un momento: creer en la libertad del amor. Jesús viene a mí, pues me da su Cuerpo, me lo da realmente, cuando él me lo ha dado me pertenece de verdad. Así pues, yo no puedo tener una prueba más radical de que Jesús me ama. Debo creer en ese amor, aún cuando yo no pueda comprenderlo, aún cuando no pueda captarlo, aún cuando yo no pueda poseerlo en mi sensibilidad. Pero hay ahí una realidad que viene. Debo dejarme transformar por la verdad de este amor que me alcanza en lo que yo tengo de más personal al nivel humano, en mi propio cuerpo. Pero hay que creer, arriesgar, arriesgar toda mi vida, mi vida espiritual, mi vida humana, por esta realidad que viene a mí. Y entonces, ser permeable, ser acogedor para que este Cuerpo divino pueda transformarme a su imagen y llevarme con él. Recibir la Eucaristía no es, en efecto contentarme con hacer de mi corazón un tabernáculo, una especio de custodia donde colocaría al Hijo de dios para adorarle, rezarle mis devociones, etc. No, comulgar es una acción, es decir entrar en una acción, la acción mayor de Cristo, esa acción en la que él se ha confiado totalmente al Padre en el momento que iba a morir y donde todo parecía un fracaso. Entonces él confiaba plenamente en el Padre, Jesús tenía una fe plena en el amor oscuro, en el amor envuelto en tinieblas del Padre y ha dejado que el Padre le condujera al fondo de esta muerte para poder resucitar. Esto no me impide acoger a Jesús, amarle. Pero no se trata de hacerlo de una manera puramente estática, tranquila. Yo entro en el movimiento mismo de Jesús. Jesús me transforma a su imagen de Hijo que ama al Padre y que confía en él hasta el final, más allá de toda seguridad humana, más allá de toda garantía controlable.

2. El encuentro con mi hermano.

Veamos ahora la otra posibilidad de acoger a Jesús en mi vida, que se halla en el encuentro con mi hermano, con cualquiera de mis hermanos. Todo ser humano es para mí una presencia de Jesús. No es solamente una imagen, una imagen lejana de él. El evangelio va mucho más allá de eso cuando dice en la narración del juicio final: “lo que habéis hecho a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis”. Se trata de socorrer a todos aquellos que están en necesidad, pero mi hermano está siempre en necesidad de recibir amor. Todo encuentro con mi hermano, si sé situarme en el verdadero nivel, es un encuentro con Jesús. Hay un viejo adagio de los Padres del desierto que siempre es actual: “Te has encontrado con tu hermano, te has encontrado con Dios”. A condición de abrir mis ojos, los ojos de mi corazón tanto como los ojos de mi cuerpo, para saber descubrir a mi hermano tal como él es en su realidad concreta, él que hiere hoy mi sensibilidad, por ejemplo, cuando chocamos porque no tenemos las mismas formas de reaccionar o de pensar, o por el contrario, cuando nos sentimos perfectamente de acuerdo. En todos los casos hay un encuentro con un ser humano y en este encuentro con mi hermano hay un encuentro muy auténtico con Jesús. Necesito tener esta convicción de fe en el fondo de mi corazón y hacer que aflore en la manera concreta de comportarme con relación a mi hermano.

Luego si yo hablo con él o le escucho, si hago algo en común con él y si estoy atento a Jesús que está presente en él, estoy verdaderamente en estado de acogida del Salvador, la humanidad del Salvador llega a través de la humanidad de mi hermano, a través de todas las reacciones que él despierta en mí. Hay ahí algo de divinizante, de transformante, que nos hace ponernos en dependencia del Padre y encontrarle en este ser humano que está junto a mí, porque este ser humano, es para mí la transparencia del Hijo, por lo tanto, la transparencia del Padre. Eduquemos, pues, nuestros reflejos para ser capaces de dejarnos encontrar, de dejarnos quizá contrariar por Jesús en todas aquellas ocasiones de la vida conventual en las que estamos con nuestros hermanos. Estas serán por ejemplo la liturgia, será el trabajo en común, serán todas aquellas ocasiones en las que tenemos un sentimiento de incomprensión mutua o la tentación de tratar al otro como a un extraño.

Supongamos que nuestro corazón no sea verdaderamente puro, le tratamos entonces como un enemigo, es decir un ser que obstaculiza nuestra vida. Pensamos que con él jamás podremos estar en comunión, hacemos de él como un objeto y no ya una persona con la que podamos encontrarnos. Esto es lo grave, porque en ese preciso momento nos separamos de Jesús, nos cerramos a él, no sabemos reconocerle. Pensemos en lo que ocurría cuando Jesús estaba en la tierra, cuántos judíos de buena voluntad tuvieron inicialmente como primer reflejo el considerar a Jesús como un enemigo de Dios, que llevaba el desorden a la ley, que turbaba el equilibrio de las relaciones con Dios. Ellos mismos se sentían sacudidos a un nivel muy profundo y con todo ¿No es acaso a través de esas sacudidas como Jesús penetraba en ellos? Es lo que tenemos que vivir también nosotros, hoy, de la misma manera, con nuestros hermanos haciendo de todas estas aparentes incomprensiones una ocasión de amar, de hacerse disponible, acogedor, abierto, y así aprenderé la fe, aprenderé los imprevistos del amor, aprenderé a dejar que Jesús venga a mí.

3. Invocar el Nombre de Jesús.

La tercera posibilidad de encontrar a Jesús de una forma encarnada, concreta es invocar su Nombre. Hay ahí algo que nos sorprende porque no estamos acostumbrados a ver en el nombre de una persona algo que forme parte de ella misma. Cuando un niño recibe su nombre de su madre, ésta lo hace no en función del ser profundo del niño, sino en función de sus propios gustos, de las tradiciones de la familia, de la devoción que se tiene en la familia a tal o cual santo, y así sucesivamente, Para Jesús no fue así. Jesús ha recibido su Nombre de Dios, del Padre mismo. Fue el ángel el que anunció de parte de Dios, tanto a María como a José, que el nombre del Niño que iba a nacer sería Jesús, se llamaría Jesús. ¿Por qué se llama Jesús? ¿Por qué el Padre tuvo la fantasía de darle un nombre que le gustaba? No, no es cuestión de fantasía; si el Padre ha dado a su Hijo encarnado el Nombre de Jesús, es porque este nombre representaba la realidad de lo que era Jesús, una realidad que el Evangelio explica diciendo: “es Dios con nosotros, Emmanuel”. Se dice también que el sentido de la palabra “Yehosúa” en arameo, es “Dios-Salvador”. Todo esto, creo, es verdad y nos orienta en la dirección correcta, es decir que el Nombre de Jesús tiene un valor en cierto modo ilimitado.

Es la manifestación, de una forma que impresiona a nuestros oídos, que impresiona a nuestra sensibilidad, de la relación entre Jesús y el Padre. Cuando el Padre, en lenguaje humano, habla de su Hijo, él dice “Jesús”. Así pues, esta palabra “Jesús” forma parte de la persona misma del Verbo encarnado. Cuando yo digo “Jesús” recojo esta palabra que sale de la boca del Padre y que expresa al Hijo. Yo expreso en ese momento la realidad del Señor, le hago presente. No es algo exterior a él mismo lo que yo pronuncio, sino que es algo que se identifica con él; es él verdaderamente y sólo él quien está contenido en estas pocas sílabas. Entonces no se trata ahora ni siquiera de intentar desarrollar una espiritualidad en el estilo de la oración de Jesús, sino simplemente de partir de esta realidad primera mediante la cual uno puede hacer muchas otras más cosas que estas pocas sílabas, que son Jesús, son algo que nos viene del Padre y que contienen al Hijo. Es, pues, aún una forma imprevista, una forma que sobrepasa nuestra lógica del amor libre del Padre al que debemos responder con un acto de fe; debemos tener esta certeza de amor, esta certeza de confianza en el Padre, que este Nombre es rico, que este Nombre en sí mismo es grande, que es fuerte, por tanto que puede transformarnos si sabemos invocarlo con espíritu de acogida, si nos hace transparentes a la riqueza que contiene, es decir a la persona misma del Hijo.

Digamos para concluir, que estas pocas reflexiones apenas rozan la pregunta a la que queríamos responder, pero dan unas pistas de búsqueda, unas orientaciones.

Sumario

ACOGER A JESUS Y ENTREGARSE A EL
¿Cómo establecer una relación estable con él?

1. LAS ORIENTACIONES QUE NOS DA EL EVANGELIO.

1º Dejarle venir:
La tentación de creer que su gracia nos pertenece, que es obra nuestra, fruto de nuestros esfuerzos o que la ausencia de la gracia es un castigo.
¿Qué nos dice el Evangelio?
El viene del Padre porque el Padre nos ama.
El es el Enviado, aquél que está en movimiento hacia nosotros, el Buen Pastor en busca de nosotros.

El Apocalipsis. El está a la puerta y llama. ¿Le abriremos?, ¿le acogeremos?

2º Creer en Él.

¿En qué consiste el acogerle?, ¿Dejarle penetrar en nuestra vida? ¿Comprometerse con relación a él?
¿Cómo creer en él?: Todo el evangelio está centrado en esto.
¿Cómo creer de verdad en él? Creer y amar.

3º Entrar en el movimiento del amor libre del Señor.

El amor procede siempre de él.
El amor escapa a nuestra lógica y a nuestras teorías.
El sufrimiento de estar suspendido a una voluntad que nosotros no controlamos.

ll. TRES EJEMPLOS CONCRETOS DE ENCUENTROS CON JESUS:

1º. La Eucaristía.
2º. El encuentro con mi hermano.
3º. El Nombre de Jesús.




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