miércoles, 5 de junio de 2013

EL ICONO DE CRISTO PANTOCRATOR


            Aparentemente, no es más que un hombre: un hombre como los demás, representado con medios artísticos bastante pobres, pero la contemplación prolongada y atenta de este hombre permite percibir en él una presencia espi­ritual que sobrepasa la de un simple cuadro: Estamos ante la imagen viva de Cristo que transmite vida en razón de la oración que hace brotar y en la que estamos dispuestos a acogerle. Vayamos hacia ese hombre y dejémosle expresar lo que es.

El  encuentro de un hombre

            Es una presencia que viene hacia mí. Tengo ante los ojos un rostro que se ofrece al descubierto, sin subterfugios, sin escenificación, en pura simplicidad. Lo primero que me impacta en él es la mirada que me alcanza, también a mí, en pleno rostro, que me atraviesa y me desnuda. Sus ojos me re­cuerdan la mirada de Dios, de la que habla San Pablo, ante la que todo que da al descubierto (II Cor 5,11 - Hebr 4,13). "Señor, Tú me conoces, y allá donde voy me ves" (Sal 139,1). Sin necesidad de hablar ni de dar explicaciones, sin intermediarios, sin nada que sea obstáculo entre nosotros, sa­be quien soy, conoce mejor que yo lo que valgo y su luz se desliza hasta lo:; repliegues misteriosos de mi corazón que yo mismo ignoro.

            Esa perspicaz mirada no es sin embargo la de un juez. Es expresión de le ternura de un amor que quiere alcanzarme, que no intenta condenarme ni tampoco sopesar lo que valgo, sino que se dirige a mi - ya que el rostro que tengo ante los ojos no puede dejarme indiferente - porque busca un con tacto de amor. No puedo descubrir en él altivez, ni rigor, ni nada que me pueda atemorizar. Es pura bondad en búsqueda de todos los temores, las an­siedades o las interrogaciones que ni siquiera oso confesarme a mí mismo.

            Más allá de lo que representa para mí, presiento en él la paz de un ser totalmente unificado. No hay mentira en él, vive en la verdad y es la ver­dad, son sus atributos equilibrio y paz en la humildad. Se me ofrece porque se posee perfectamente y está por lo tanto totalmente disponible para darse.

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            A medida que me voy penetrando de su presencia me doy cuenta de que no puedo permanecer indiferente a su contacto. Puesto que siento desbaratadas les defensas artificiales que puedo oponer a los demás hombres, bajo su mi rada me veo obligado a despojarme de las falsas apariencias, a arrojar las máscaras.          

            Puedo engañar a los otros pero no vale la pena representar una farsa ante él puesto que sé de antemano que él ve más allá de lo que yo quiere mostrarle. Y sin pensar en los otros, me obligará sobre todo a suprimir progresivamente las máscaras de las que me revisto para engañarme a mí mismo, esos disfraces con los que me he recubierto conscientemente por miedo a encontrarme cara a cara con las profundidades de mi propio corazón, y también aquellas defensas no calculadas de las que soy prisionero sin saberlo y que la mirada de Cristo me hace descubrir. Y no es su perspicacia la que me ayuda, ni el rigor de su juicio el que me alivia, sino su ternura comprensiva que me hace comprobar hasta qué punto yo estaba equivocado hasta ahora. Creía vivir en un mundo de justicia cuando en realidad estoy a sus ojos en un universo de misericordia.

            El contacto entre su alma y la mía me obliga a descender a la parte más íntima de mi ser y hace brotar una fuente más profunda que mi propio cora­zón. Esta fuente estaba ahí, dormida, atascada, obstruida por la multitud de diversiones superficiales. Más allá de lo que yo era o de lo que creía ser, el río de agua viva fluía sin yo saberlo. El había venido, el Hijo del Hombre, para liberar esa fuente, pero siguió manando silenciosamente hasta que él no resucitó en mi corazón. La resurrección de Jesús no fue un hecho real para mí hasta el día en que resucitó en mí mismo.

            Heme aquí totalmente transformado por haber aceptado parecer lo que soy y haber dejado fluir el agua viva en mi corazón. He de salir de mí mismo ya que se me ha hecho intolerable el permanecer encogido en mi pequeño mundo egoísta y me siento obligado a acogerle, a oírme llamar por mi nombre, a ser invitado a darme. Y una vez la puerta abierta, imposible cerrarla sin echarle, a El, mi luz y mi vida. Estoy comprometido en un incontrolable pro ceso de acogida y entrega frente a cualquiera que se presente ante mis ojos puesto que, desde ahora, descubriré en todo hombre el rostro de Cristo.

            Aquí estamos, pues, lanzados el uno y el otro en un intercambio cuyas últimas consecuencias soy incapaz de prever. Desde ahora él permanece en mí y yo en él. Le conozco no solamente con los ojos y con la inteligencia, si no que es en su propia luz que veo la luz y su Espíritu suscita en mí la fe que me permite adherirme a él, saberme desde ahora comprometido en la vida eterna, conocer en él al Padre y, si me dejo atraer por el Padre, descubrir le a él, a Jesús, cada vez más íntimamente.

            No he de contentarme, sin embargo, con este encuentro, porque aún me ofrece más. Me entrega su carne y su sangre como verdadera comida y verdadera bebida. Debo encontrarle en mi propio cuerpo y en el impulso de mi propia vitalidad humana; he de convertirme en miembro, de su cuerpo y ser injerta­do en la cepa cortada por el Padre. No hay nada en él que se me escape, nada de lo que pueda decir que no sea mío.

            ¿Qué quieres más, alma mía? ¿Por qué estás triste aún? ¿Hay aún algo más después del don sin límites del que acabamos de hablar? Si, el rostro de mi Cristo, tan rico para mí, he de confesar que "ahora lo vemos en un espejo, en enigma. Entonces lo veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido." (I Cor 13, 10-12)."Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es." (I Jn 3,2).
            Eso es lo que evoca el rostro de Jesús tal como se presenta a mis ojos mortales hoy en día, pero cuando me sea dado traspasar la muerte "yo, es justicia, contemplaré tu rostro, al despertar me hartaré de tu imagen" (sal 17,15).
           
            Finalmente, esa sed devoradora que la efigie de Jesús deja en el fondo de mi corazón, no es más que el anuncio velado de lo que aún no ha aparecido pero que está ya como una llama en el corazón

El icono del hombre

            EI reciente descubrimiento del rostro humano de Cristo nos hace presen­tir una realidad más profunda. Yendo más lejos hay que intentar penetrar en el misterio del icono. Jesús es en sí mismo icono por naturaleza, porque el icono es la imagen, no la imagen superficial, sino la imagen tal cuales a los ojos de Dios, es decir, cargada de un vínculo vital con el que se manifiesta y se da en ella.

            Porque Jesús es el "icono del hombre". Perfectamente hombre, se ha revestido de nuestro ser, de nuestros sentimientos, de nuestras debilidades, de todo lo que está hecha nuestra vida e igualmente es el hombre perfecto. Todas las virtualidades, todas las capacidades que reconozco en mí, que cualquier hombre puede descubrir en sí mismo, han sido valorizadas en su ser.

            A este título, es ya el icono ideal del hombre. Pero si nos detuviéramos aquí, sería contentarse con las apariencias y nos sentimos empujados a ir más lejos: icono eterno del hombre, Cristo es efectivamente "Primogénito de toda la creación, porque por él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en La tierra, las visibles y las invisibles...todo fue creado por él y para él." (Col 1,15-16). "El Padre nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e irreprochables en su presencia, en el amor." (Efe 1,4). Si soy hoy en día lo que soy es porque estaba ya presente desde siempre en la Palabra en la que desde toda la eternidad el Padre me contemplaba y encontraba en esta imagen su alegría. Me descubro por tanto en presencia de siempre en el corazón de Dios: en silencio, bajo su mirada, he de ser infinitamente más de lo que soy a mis propios ojos. Si me es posible ahora existir, conocerle y amarle, es porque él mismo me ha hecho nacer en lo más íntimo de su ser en su Verbo. Cuando Cristo ha venido a mi encuentro en la tierra, llevaba ya mi imagen en sí mismo y al revestir su condición de hombre no hacía más que asumir en su carne una realidad de la que era desde siempre el icono divino.

            El Génesis dice que "el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios" (Gen 1,26). Inmediatamente queremos comprender lo que esto significa mirándonos a nosotros mismos y preguntándonos qué es lo que en nuestros rasgos, sean los del rostro o los del alma, pueda aproximarse a nuestro Padre celestial. ¿No deberíamos superar esas perspectivas simplistas y convencer - nos de que no será el hombre el que nos haga conocer a Dios sino Dios el que nos haga conocer al hombre? Sumiendo nuestra mirada con toda humildad en la bondad infinita del Omnipotente, podremos comenzar a descubrir lo que somos: gente de su raza. (Hech 17,28). Pero mientras continuemos encerrados en el estrecho círculo de lo que creemos ser, no descubriremos jamás la realidad de lo que Dios ha querido y pensado de nosotros desde siempre. La imagen eterna que es el Hijo es más verídica que la realización concreta hoy en día en mí. Imagen que es a la vez modelo y fuente. "Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres." (Jn 1, 4-5).

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            Así pues yo mismo soy imagen de Dios. Pero no se trata de una imagen que se imprima automáticamente en el papel una vez entregada a la máquina. Los rasgos de esta imagen se van dibujando a medida que ella misma quiere, a me­dida que ella consiente en existir, a medida que va aceptando el don de lo alto. Siempre es Dios el que nos ama primero: "en esto consiste el amor"(Jn I, 4,19).
           
            Pero este amor no da fruto si no existe en nuestro corazón la vo­luntad de ser transparente, de dejarse crear por El. Somos a tal extremo la imagen de Dios que la generación temporal que nos viene del Padre es parecí da a la generación eterna que da nacimiento al Hijo. Este es Hijo porque es la aceptación total e ilimitada del don del Padre; nada le es impuesto, no es más que lo que quiere él mismo ser. Lo mismo ocurre conmigo mismo. Puedo, sin mi consentimiento, aparecer en carne en la tierra, ver desarrollarse mi inteligencia y mis facultades, pero no seré verdaderamente yo, es decir, el que Dios ve desde siempre, sino es aceptándolo con toda libertad y gratuidad el ser así engendrado por el. Padre. Mi verdadera personalidad, mi identidad irrefutable, resulta del perfecto acuerdo entre El y yo. Ni El me la impon­dría, ni yo sabría suscitarla por mis propias fuerzas, de manera que solamente nuestro mutuo acuerdo puede permitirme el ser.

            Al principio, propuso Dios al hombre ser su imagen y con este propósito se die) a él. Y ocurrió el drama: Adán - el hombre - rehusó, rompiéndose la imagen. El hermoso icono del Padre celestial que debía realizarse progresi­vamente no solamente en un individuo, sino, a imagen de la Trinidad, en el hormigueo de una raza de hombres en la que cada uno amaría a su hermano co­mo el Padre ama al Hijo, se hizo añicos, y sus reflejos se empañaron. La creación entera se vió sumida en los dolores de un alumbramiento sin fin. (Rom 8,22). Estamos abismados en esta tragedia permanente: hay en el ser de todo hombre algo de la imagen de Dios y al mismo tiempo su desconocimiento cuando no el rechazo positivo y consciente de Dios. La imagen se niega a sí misma, es una caricatura, está herida en su amor a Dios, afirma sus propios rasgos para oponerlos a los suyos y, en vez de ser identidad, es fundamental desacuerdo.

            Hubo pues ruptura en el plan de Dios. La imagen eterna del hombre, la que debería haber surgido de su fondo más íntimo para crearle como verdadero icono de Dios, fue rechazada. Entonces vino sobre la tierra la imagen perfecta del hombre, la imagen ideal que antes hemos contemplado en esa mirada de hombre que se ha cruzado con la nuestra. Puesto que la imagen eterna del hom­bre no podía llegarle del interior, le alcanza desde el exterior. El hombre ha visto con sus ojos, ha escuchado con sus oídos (I Jn 1,1), ha sentido penetrar en su corazón la realidad de una imagen a cuya realización debería tender en su propia persona. Jesús ha venido: "y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz." (Fil 2,8). El, el Hijo de Dios, el icono luminoso del Padre, ha descendido hasta el punto de no ser más que una imagen rota, el último de los hombres, desechado, encerrado en un sepulcro.

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            Ese es pues el icono definitivo del hombre, su icono escatológico, imagen hacia la que tiende porque para él es el único lugar de encuentro con la luz y la verdad de Dios. Este icono es un hombre desfigurado, traspasado, con el corazón abierto, y sin embargo "vivo por los siglos de los siglos" (Ap. 1,18). Cuando se presenta a sus discípulos, la prueba irrefutable de que es realmente él son las heridas de sus manos, el boquete de la lanza que continúa abierto en su costado. A este hombre, humillado porque se ha identificado conmigo, " por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre" (Fil 2,9). Si queremos entrar en la gloria de Dios hemos de aceptar el vernos identificados hasta el fondo de nuestro ser con el hombre humillado, con el hombre que se sintió abandonado de Dios.

            Una prolongada contemplación del rostro de Cristo, un contacto renovado sin cesar con esta imagen, es desde ahora el lugar de nuestros encuentros con el Padre. "Pues el mismo Dios que dijo: De las tinieblas brille  la luz ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo." (IICor 4, 6). Nuestra vocación de hijos de Dios no se concreta como una relación con una deidad trascendente e inasequible, sino que tiene lugar entre hombres ya que el Padre nos ha entregado su imagen en la persona de uno de nosotros. Pero a pesar de que todo ocurre entre hombres, esta relación humana nos supera absolutamente. La mirada que ponemos en Jesús, la que él: fija en nosotros, este recíproco movimiento de amor que nos une todo eso es humano y al mismo tiempo, divino. "Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es co­mo actúa el Señor, que es Espíritu." (II Cor 3,18). Y es en el Espíritu mismo del Señor que nos unimos a su Hijo encarnado y es este mismo Espí­ritu el que nos hace penetrar en la profundidad misma de Dios (cf. I Cor 2,10).

            Todo rostro humano se presenta ahora ante mí como un icono, el icono mismo de Jesús. Así lo afirma él: "cuanto hicisteis a unos de estos her­manos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis." (Mt 25,40). El hombre mi hermano es la imagen viva y palpitante del Señor y nada puede ya repeler me en él, ni sus miserias físicas, ni sus caídas morales, ni los golpes que me dé. De todas maneras mi hermano es la imagen del crucificado, del hombre que ha cargado con el pecado, con la caída, con la miseria funda­mental. Pero precisamente porque es la imagen del crucificado, por eso mismo es la imagen del resucitado, del que está sentado a la diestra del Padre por siempre jamás. ¡Qué pureza de mirada, que transparencia no ha­bré yo de conseguir para lograr conservar perpetuamente en mi corazón el respeto infinito que merece la imagen de Amor que se me ofrece así en todo rostro humano! El Padre está presente en su Hijo, identificado con cual quiera de mis hermanos: "Has visto a tu hermano, has visto a Dios." (Apotegma de los Padres del Desierto).

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El icono de Dios

            ¿De dónde extrae Jesús ese misterioso poder que le permite ser la imagen única hacia la que convergen todos los hombres? Lo que acabamos de meditar nos indica la existencia de algo más radical: si de su imagen he cha a pincel emana una tal fuerza, si de su humanidad viva brota la vida por los siglos de los siglos, es porque propiamente hablando es el icono de Dios.

            Las Escrituras intentan hacernos comprender ese misterio multiplican­do las fórmulas gráficas que hagan presentir la realidad sin concretar los contornos. Es el Hijo, pero este Hijo posee la fluidez de una palabra siempre actual, es el resplandor de la gloria del Padre y como la efigie de su sustancia ( cf. Jn 1,1 y Hebr 1,3). No busquemos imprudente - mente ser más precisos que la misma palabra de Dios, que aunque nos abre perspectivas, se abstiene cuidadosamente, sin embargo, de decir lo que no podría decirse, antes bien dejémonos penetrar por la realidad misterio­sa que se ofrece más a nuestro corazón que a nuestra inteligencia Escuchemos a Jesús decirnos que estaba en "la gloria que tenía a tu lado antes de que el mundo fuese." (Jn 17,5). Todo el esfuerzo de educación a sus discípulos tiende a hacerles captar que él no es más que el que viene del Padre. "Porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos hán aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de tí y han creído que tú me has enviado." (Jn 17,8). Al término de sus días mor tales, en su oración sacerdotal, vuelve el Señor incansablemente sobre es.» te tema, como si, al final de un prolongado esfuerzo, tuviera al fin la satisfacción de comprobar que sus discípulos, a pesar de su torpeza, hu­bieran reconocido quien era: sencillamente aquel que emana del Padre. Es el icono increado del Padre.

            Pero ¿Qué sabemos del Padre? ¿Quién es sino aquel del que viene Jesús? Si Jesús es pura imagen, efigie de la sustancia del Padre, es porque éste es pura paternidad, infinito surgimiento. No podemos saber del Padre sino que es origen sin origen y nada más que el origen de donde proviene su icono eterno. "El que me ve, ve al Padre " (Jn 14,9),eso significa ante todo que nuestra única posibilidad de hablar del Padre es decir que es aquel al que se descubre cuando se mira a Jesús. Dejémonos penetraren silencio por esta presencia recíproca del uno en el otro.

            No imaginemos, sin embargo, que Dios ha hecho nacer esta imagen desde toda la eternidad por el sólo goce de hacérnosla contemplar. Si para no­sotros que somos ciegos esta imagen del Padre es fuente de tan perfecta alegría, ¿cual podemos imaginar que será el infinito júbilo del Padre al contemplar en plena transparencia la imagen de sí mismo? ¿Cómo no presentir, así mismo la dicha del Hijo de saberse engendrado por tal Padre? El ser pura imagen, dependencia total con respecto a la fuente, da al Verbo un ansia tan grande como él mismo de volver al Padre. Transparencia de la fuente a la imagen, transparencia de la imagen a la fuente, así es el Espíritu brotado de la comunión realizada entre el foco primordial y el resplandor de su gloria.

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            El Hijo es no solamente imagen de Dios en el seno de la divinidad, si no que en su humanidad es igualmente imagen del Padre. Cuanto acabamos de decir de esa misteriosa dependencia en el seno de la bienaventurada Trinidad, osamos pronunciarlo porque de nos ha dicho por boca de un hombre que es en toda verdad la imagen de Dios. Sí, "el ha desgarrado los cielos" (Is 63,19). El Dios escondido continúa invisible y sin embargo lo vemos en nuestra carne. Hemos hablado largamente de Jesús como icono del Hombre, pero no era más que el reflejo de una profunda realidad: Jesús es el icono de Dios. ¿Cómo no sentir un escalofrío al escuchar "quien me ve, ve al Padre? Tal es la luz de nuestra fe: la mirada de carne que dirijo a ese rostro de carne, me hace descubrir en el Espíritu la faz misma de Dios. No busquemos más explicaciones: dejemos sólo que la verdad nos penetre y nos transforme.

            También sabemos que la imagen definitiva de Jesús no es la de un hombre en la perfección de su integridad. La imagen definitiva, la imagen escatológica, es la de un hombre desfigurado, el cuerpo traspasado, el corazón roto. Tal es en efecto el definitivo icono que se nos da del Padre yen el que tenemos que fijar nuestros ojos por toda la eternidad: "Mirarán al que traspasaron." (Jn 19,37; Zac 12,10). Tal es la última imagen que nos es dada del Padre: la destrucción de su obra asumida por el amor y el rechazo de su corazón que encuentra una respuesta aún más profunda en el seno mismo de ese corazón. La suprema imagen de Dios es la de "el amor excesivo con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivifi­có juntamente con Cristo...y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos..." (Efe 2,4-5).

            Para llevarnos a este fin Jesús es de tal modo la imagen del Padre que actúa con nosotros como el Padre con él: "Lo mismo que el Padre me ha ama do, os he amado; lo mismo que el Padre me ha enviado, os envío yo a voso­tros; lo mismo que vivo por el Padre, aquel que me come vive por mí." (Jn pássim). Así Jesús es tan por completo icono de la fuente eterna que se convierte para nosotros en la fuente de la que todo fluye aquí abajo. Igual que el Padre lo engendra desde siempre, así Jesús nos engendra a su vez, es decir, nos convierte en sus propias imágenes. Ser cristiano es ser icono de Cristo. Aquí repetimos, como al final de nuestra meditación sobre el icono del hombre, que todo rostro humano es una imagen del rostro de Jesús y que entre mi mirada y esa imagen presente en mi hermano debe surgir la transparencia del Espíritu, como entre la mirada del Padre y del Hijo.

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            ¡Qué lejos nos arrastra este icono de Cristo! ¿No es como el símbolo, modesto pero significativo, del misterio de los misterios? ¿No nos ha llevado, efectivamente, a descubrir la intimidad divina como el nacimiento de una imagen y su contemplación por el Padre, análoga conclusión de nuestra meditación sobre el hombre? Intentemos comprometernos en esta dialéc­tica de la imagen dejando que se establezca entre Jesús y nosotros la in­timidad que existe entre el Padre y El.

            El icono de Cristo que contemplamos nos recuerda que prometió a sus discípulos: "He aquí que yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos." (Mt 28,20). A través de esta imagen hierática nos unimos hoy, ahora, al que es la Vida y que nos dice: "La paz sea con vosotros.” Proviene de ella y es a ella a la que adivino en transparencia en la ter­nura que me traspasaba de la mirada del Señor. Ella es la que me hiere un poco cuando él viene a depositar su imagen en mí.

            Pero, en cambio, no existe más que una imagen realmente auténtica de Jesús, su Madre. Ella es la imagen sin deformar, segura. No es más que ima­gen de su hijo, nada hay en ella que no esté inspirado por él, que no en­cuentre en él su límpida fuente. María es solamente icono de Jesús. En
ella se realiza sin fallos todo lo que acabamos de decir del cristiano: icono de Dios, icono de sus hermanos, porque es la imagen perfectamente luminosa de la sustancia de su Hijo.

"Es un hálito del poder de Dios, una emanación pura de la gloria del Omnipotente, por lo que nada manchado llega a alcanzarla.

Es un reflejo de la luz eterna un espejo sin mancha de la actividad de Dios, una imagen de su bondad." (Sb 7, 25-26).

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