viernes, 25 de mayo de 2012

SIGNIFICADO DE LAS PRUEBAS EN LA VIDA INTERIOR

En mi opinión, las pruebas que se pueden atravesar en la vida cristiana -esas purificaciones en el lenguaje de la mística- no poseen otro sentido que el de obrar la destrucción de cuanto hay de artificial o de construido en nuestra personalidad, de modo que pueda emerger nuestro ser auténtico y sepamos lo que somos para Dios.
Las noches espirituales son empobrecimientos en ocasiones muy rudos, que eliminan radicalmente en el creyente toda posibilidad de apoyarse en sí mismo, en sus conocimientos (humanos o espirituales), en sus talentos y capacidades e incluso en sus virtudes. Y, sin embargo, son empobrecimientos beneficiosos porque le ayudan a poner su identidad allí donde realmente está. En la noche espiritual el hombre se descubre absolutamente pobre e incapaz de cualquier bien y cualquier amor, y capaz de todos los pecados que existen en el mundo.
El fruto de esta prueba es impedir al hombre toda posibilidad de apoyarse en el bien del que es capaz para que la misericordia divina se convierta en el único fundamento de su vida. Se trata de una auténtica revolución interior: hacer que no nos apoyemos en nuestro amor a Dios, sino exclusivamente en el amor que Dios nos tiene.
Dios no me ama a causa del bien de que soy capaz, o del amor que le tengo, sino que me ama de manera absolutamente incondicional, en virtud de Él mismo, de su misericordia y de su ternura; en virtud de su sola paternidad con respecto a mí.
"La libertad interior" (Jacques Philippe)

jueves, 10 de mayo de 2012

Hay que orar siempre sin desfallecer

Se trata de Máximo, un joven griego, que oye la llamada a ir al desierto para realizar las palabras de Jesús: Hay que orar siempre sin desfallecer. Se va, y el primer día todo marcha bien. Se pasa el día rezando el padrenuestro y el avemaría. Pero se pone el día, oscurece y comienza a ver surgir formas y brillar ojos en la espesura. Entonces le invade el miedo, y su oración se hace más insistente: Jesús, hijo de David, ten compasión de mí, pecador. Y se duerme. Al despertarse por la mañana, se pone a rezar como la víspera; pero, como es joven, siente hambre y sed, y ha de alimentarse. Entonces comienza a pedir a Dios que le proporciones alimento; y cada vez que encuentra una baya dice: "Gracias, Dios mío". Vuelve la tarde con los terrores de la noche, y se pone a rezar la oración de Jesús. Poco a poco se habitúa a los peligros exteriores: el hambre, el frío y el sol; pero, como es joven, siente tentaciones de todas clases en su corazón, en su alma y en su espíritu. Habituado ya a la lucha, repite la oración de Jesús. Se suceden los días, los meses y los años, y también el mismo ritmo de tentaciones, de oración, de pruebas, de caídas y de levantarse. Un buen día, al cabo de catorce años, van a verle sus amigos, y comprueban con estupefacción que está siempre orando. Le preguntan: ¿quién te ha enseñado la oración continua? Y Máximo les responde: "Sencillamente, los demonios".

Al contar esta historia, monseñor Antoine Bloom decía: "En este sentido, la oración continua es más fácil en una vida activa, en la que uno se siente hostigado por todas partes, que en una vida contemplativa, donde no existen preocupaciones". Las pruebas, las angustias, los sufrimientos y los peligros es lo que engendra la perseverancia, la cual nos impulsa a la oración incesante.

"...son las pruebas sobre todo las que nos enseñan a orar".

/Día y noche, Jean Lafrance, Paulinas)

martes, 1 de mayo de 2012

La alegría de la conversión

La gran fuerza autodestructora del ser humano, su egoísmo (su idolatría), es la fuerza más profundamente degradante de la sociedad humana como tal. Sólo el amor podrá regenerar a ambos, individuo y sociedad. Descomprimir de nuestros egoísmos toda nuestra capacidad de amar y ponerla en ejercicio y en servicio permanente es nuestra mayor responsabilidad personal a la hora de colaborar con Dios -que no es ni puede ser otra cosa que Amor (1Jn 4,8.16)- en transformar, uno por uno, el corazón humano y erradicar lo inauténtico que sale de él (Mt 15, 18-20). (Ignacio Iglesias s.j.)