viernes, 25 de febrero de 2011

Bienaventurados los mansos porque ellos heredarán la Tierra

Es necesario que nos dejemos domesticar al pasar de la esclavitud de Egipto; es decir, en toda situación en que nos hallemos hemos de ver la profundidad, la significación y la presencia de la voluntad divina. Nuestro paso de la esclavitud a la libertad no ha de consistir en la huida o en la rebelión, sino que tiene que ser un movimiento guiado por Dios, que comienza con el Reino de los Cielos que ya está dentro de nosotros y que se convierte en la instauración del mismo aquí, en la tierra. Este período de nuestro Éxodo personal queda marcado por la vacilación y la lucha interior: "No nos dejes caer en la tentación, Señor. Ampáranos en la lucha y socórrenos en el conflicto que ya ha empezado". Llegados a este punto, podemos comenzar el movimiento. Vayamos al Éxodo; tengamos presente la conciencia que tenían los judíos de que no eran esclavos solamente, sino también de que el Pueblo de Dios había llegado a la esclavitud debido a su flaqueza moral. Tuvieron que arriesgarse porque ningún esclavo será puesto en libertad por su amo, y tuvieron que cruzar el Mar Rojo también. Pero allende el Mar Rojo no se desplegaba a sus ojos la Tierra de Promisión sino el desierto ardiente. Esto lo sabían los judíos, y se dieron cuenta también que tendrían que atravesarlo y correr grandes peligros. Nos ocurre lo propio cuando tomamos la decisión de ponernos en marcha para escaparnos de la esclavitud. Hemos de darnos cuenta de que nos acometerán la violencia y nuestros enemigos de dentro; es decir, nuestros hábitos y nuestro deseo de seguridad. No se nos promete nada excepto la aridez del desierto. Pero más allá del desierto se sitúa la Tierra de Promisión y es preciso que nos enfrentemos con los peligros del camino.

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