martes, 31 de diciembre de 2013


"El trabajo del artista es siempre de profundizar en el misterio" (Francis Bacon)

El otro lado

Tenemos delante un hermoso tapiz... Pero siempre estamos "del otro lado", es decir que vemos el tejido que apenas deja adivinar algo del dibujo...
El "lado" que vemos es "ocasión" del otro. Está allí para ser superado o trascendido en la contemplación del "derecho" (digámoslo así).
Lo mismo ocurre  en los días que se suceden, en estas horas que, tantas veces, juzgamos carentes de sentido... Y, en realidad, es así porque no lo poseen por sí mismas y por sí mismas no significan nada.
Con frecuencia nos atamos y nos "estancamos" en lo que vemos, u oímos o padecemos... Y otorgamos a la hora, a la cronología cotidiana, un valor del cual carece.
Ocasión de "otra cosa". Es preciso trascender el tiempo y el espacio, aprovechando la circunstancia o la imagen demasiado visible o sonora para ir más allá.
Es el momento de "brincar" sobre lo que aparece para levantarnos por encima... Es que... hay Quien nos levanta, porque es Él y sólo Él, en quien "somos, nos movemos y existimos."

Alberto E. Justo

jueves, 26 de diciembre de 2013

¿Cuál es el significado humano y espiritual del deseo? ¿Es posible vivir sin afectos? ¿Son la ira y la agresividad enemigos de los que hay que huir o aliados indispensables? ¿Por qué guardan una relación tan estrecha con la esperanza y con la depresión? ¿Qué hacer cuando llega el momento de la crisis? ¿Por qué el desierto, lugar de desolación y de muerte, es también el símbolo por excelencia de la crisis y la madurez espiritual? ¿Puede ser el sentido del humor un signo de salud mental y espiritual? ¿Cuándo puede la amistad considerarse una ayuda para la vida? ¿Hasta qué punto incide el miedo en nuestras decisiones y en la configuración de la vida, de la sociedad y de la relación con Dios?

Este libro trata de dar respuesta a estos y otros interrogantes con los que todos hemos de debatirnos y que el autor considera en relación con la vida espiritual, sin por ello pasar por alto la aportación de las ciencias humanas. Y todo para llegar a una visión más auténtica y reconciliada con la propia afectividad: un ideal nada fácil de alcanzar y, no obstante, necesario.

Los afectos constituyen una realidad frágil y aparentemente imprevisible y, sin embargo, constituyen nuestra fuerza, un precioso tesoro para conocer la verdad sobre nosotros mismos y sobre nuestra relación con Dios.

GIOVANNI CUCCI, SJ, es profesor de Filosofía y Psicología en el centro de formación de los jesuitas en Padua y en la Universidad Gregoriana de Roma. Colaborador habitual de La Civiltà Cattolica, es autor de numerosos libros, entre ellos: Iglesia y pedofilia: una herida abierta (2011), escrito en colaboración con Hans Zollner y publicado por Sal Terrae.

domingo, 1 de diciembre de 2013

domingo, 21 de julio de 2013

busca el camino más alto: no tiene nombre

busca el camino más alto: no tiene nombre

No aguardes tanto lo que aguardas... ¿Ilusiones? Tal vez; pero es  hora de pasar más allá y subir más arriba. Cuando todo “eso” no llega, seguramente ha de llegar otra cosa.
         ¡Cuánto tardamos en hallar nuestro bien! Nos preguntamos: “¿está por allí, está por aquí, en este o en aquel paraje?” Y, claro, en este sentido: no está en ninguna parte, porque buscamos, a veces con pasión, lo que no es real o lo que no es nuestra “armonía”.
         No hemos de apretujar “objetos” y aferrarlos para que no escapen, porque esos supuestos objetos ni están, ni son.
         Cada vez que cerramos una puerta juzgando que todo acaba allí y que “eso” es lo que cuenta: aprisionamos menudencias y antiguos o nuevos errores nuestros, ahogando la libertad de otros y mayores horizontes.
         Suelta la presa que no es lo que supones. Deja volando ese pájaro que se va lejos. No acapares. Descubre el silencio más allá de cualquier “objeto”.

         Alberto E. Justo

El desierto


Así como los judíos recibieron la invitación de Moisés a huir de Egipto, a seguirlo durante la noche y a atravesar el Mar Rojo, de igual manera cada hombre es llevado al desierto donde comienza una nueva etapa. El hombre ya está libre; pero todavía no disfruta de la gloria de la Tierra de Promisión porque se ha llevado consigo de Egipto el alma de un esclavo, las costumbres de un esclavo y las tentaciones de un esclavo; y se tarda en educarlo como un hombre libre más tiempo del que se tardó en hacerle descubrir su esclavitud. (pag 32)
Quiere Dios que la seguridad de un esclavo quede abandonada y reemplazada por la inseguridad del que aspira a la libertad.
Una vez que somos conscientes de nuestra esclavitud, una vez que hemos pasado de la lamentación y la miseria al arrepentimiento y pobreza de espíritu, oímos las palabras de las siguientes bienaventuranzas: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”, “Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra”. Este llanto provocado por el descubrimiento del Reino, por nuestra propia culpabilidad, y por la tragedia de la esclavitud, es más amargo que el llanto experimentado por un mero esclavo. El esclavo se queja de sus condiciones de vida material; en cambio el que llora según el espíritu de la Bienaventuranza, es un hombre bendecido por Dios. (pag. 34, 35, 36)

La luz de la oración contemplativa



No se puede alcanzar la luz de la oración contemplativa sin atravesar ese túnel oscuro de vacío total. Este cobra vida con un estado de pobreza absoluta, de dolorosa solidaridad, de penuria interior, de ansiosa búsqueda.
Se trata de un ejercicio de ascesis amargo y penoso que exige perseverancia, valor y entrega personal. La fuerza y el aliento para aguantar y perseverar en el esfuerzo de búsqueda proviene únicamente de la fe y de la esperanza de hallar el "tesoro escondido". (Pedro Finkler)

Quien no sabe de penas, en este valle de dolores, no sabe de cosas buenas ni ha gustado de amores, pues penas es el traje de amadores. (San Juan de la Cruz)

Con el corazón...


sábado, 13 de julio de 2013

Invitación a amar (Thomas Keating)

El lenguaje que emplea la psicología es un vehículo esencial en esta era para explicar la sanación inconsciente que sucede en el curso de las noches oscuras que menciona san Juan de la Cruz.

Una práctica regular de la oración contemplativa inicia el proceso de sanación que podría denominarse la “terapia divina

1. La oración contemplativa está dirigida a la condición humana en el punto donde esta se encuentra; cura las heridas emotivas de toda una vida; y permite experimentar en este mundo la transformación en Cristo a la cual nos invitan los evangelios.

2. Dios sale en busca de nuestra basura acumulada con algo parecido a un compresor, con el cual taladra y atraviesa nuestros mecanismos de defensa y excava, dejando al descubierto lo más recóndito del alma, en donde se ocultan las partes más inaceptables de nuestra persona. Podemos llegar a pensar que es el final de
nuestra relación con el mismo Dios. Hará falta desocupar y dejar sanar muchas áreas antes de poder responder a las sublimes comunicaciones de Dios.

3. Al comenzar la difícil tarea de descubrir nuestras propias motivaciones subconscientes, veremos que nuestras emociones pueden ser nuestros mejores aliados.Nuestras emociones son grabaciones fidedignas de lo que sucede dentro de nosotros; por lo tanto son la clave para averiguar cuales son en realidad nuestros programas emotivos de felicidad.Todo lo que nosotros tenemos que hacer es abrir nuestra mente y nuestro corazón y soltar lo que tengamos que soltar. Podemos aprender a identificar nuestros programas emotivos de felicidad por las emociones aflictivas que generan.

4. La condición humana.

5. La consciencia de la asociación mítica. Cada uno de nosotros tiene su propia noción de cual es la forma adecuada en que deben comportarse un esposo, una esposa, un padre, una madre, un empleado, y un jefe, y de cómo ser un miembro perfecto de la comunidad religiosa o parroquial. Estas ideas preconcebidas nos obligan a hacer las cosas en una forma determinada. Eso es lo que quiero decir cuando hablo de la exagerada identificación con el grupo. Las ideas que nosotros mismos hemos inventado y la escala de valores que llevamos impregnada, son obstáculos a la gracia santificante. La oración contemplativa, que aumenta nuestra libertad interior, nos capacita para re evaluar todo a la luz de las enseñanzas de los evangelios.
La culpabilidad verdadera es la que se siente cuando se ha actuado contra la propia consciencia; o sea, cuando has cometido un acto que va contra de lo que tú cree es correcto. El sentimiento de culpa te advierte que no estás actuando de acuerdo a tus principios. Apenas te arrepientes de tu falta y le pides a Dios que te perdone, debes olvidarte de ella. Cualquier sentimiento de culpa que dure más de medio minuto es neurótico. Cuando la culpabilidad es prolongada, infiltrante y paralizante, es una demostración de que el superego está actuando y que se está juzgando de acuerdo a las emociones, no de acuerdo a la conciencia.

6. La consciencia mental egoica. El nivel mental egoíco es el nivel en que se revela a plenitud la responsabilidad moral por nuestro comportamiento y por nuestras relaciones personales. Es el nivel de consciencia auténtica; es la capacidad de hacer distinciones en forma correcta y no caprichosa, entre el bien y el mal. De ahí que el pecado personal se convierte en algo mucho más serio. Básicamente el pecado personal es la ratificación de los programas emotivos de felicidad y los valores de nuestra sociedad cuando estos ignoran tanto los derechos y necesidades de los demás como nuestro propio bien.
Las disposiciones propias del nivel mental egoíco reflejan un sentimiento cada vez mayor de igualdad con los demás seres humanos, responsabilidad por el cuidado y preservación de la tierra con sus recursos orgánicos e inorgánicos, y una relación con Dios de más madurez. El respeto por los demás trae consigo la disminución del deseo de dominar y controlar.
Se reemplaza el espíritu de competencia por un espíritu de cooperación, la escala de valores rígida por armonía, y los intereses que exclusivamente benefician a la persona o nación interesada, por negociaciones y tratados. El vivir en paz adquiere más valor, aunque no a cualquier precio. Cuando se gana acceso al nivel mental egoíco a plenitud, se ha traspasado el umbral de la gran aventura que es recuperar y desarrollar una unión con Dios.
En esta aventura el crecimiento adicional humano comienza con el nivel intuitivo de consciencia. Las buenas disposiciones de ánimo plantadas en el período mental egoíca comienzan a florecer. Echa raíces la sensación de ser parte del universo y de estar unidos unos a otros. Más allá de respetar a los demás, se defienden los derechos humanos y brota la compasión por sus necesidades. Aumenta la actividad del cerebro intuitivo; se presentan con más frecuencia revelaciones, consuelos espirituales y dones sobrenaturales.





jueves, 11 de julio de 2013

La condición humana (Thomas Keating)

La oración centrante, libro básico: "La Nube del No Saber"

Objetivo: ayudarnos a lograr un proceso de transformación espiritual: deificación.

Esta es la condición humana: estar sin la fuente verdadera de la felicidad, que es la experiencia de la presencia de Dios. (pecado original).

La travesía espiritual: Es más que un proceso psicológico hacia nuestro inconsciente, es obra de la gracia. Implica, la purificación del inconsciente para dejar ir el falso yo, y nos lleva a la humildad.

Inconsciente: las experiencias dolorosas de la niñez reprimidas en el inconsciente, desarrollamos las carencias mediante el mecanismo de la compensación. Desarrollamos un falso yo, nuestros impulsos aumentan en proporción a las privaciones de la necesidad sentida en nuestra niñez temprana. Enfrentarnos, demantelarnos, modelarnos... mediante la razón (la virtud).

"Arrepentirnos", integrar las necesidades biológicas a un nivel racional de conciencia, puerta  para niveles de consciencia más elevados: intuitivo y unitivo. Estos, nos abren a la presencia de Dios y tomamos posesión de todo lo bueno. El designio de Dios es que la consciencia espiritual llegue a ser nuestro estado de conciencia normal. Podemos convertirnos a los valores del Evangelio de Jesucristo mientras que nuestras actitudes básicas permanecen intactas. Ejemplo: si para ti una señal de valía es poseer mayor resistencia a emborracharse que tus amigos e ingresas en un monasterio y en tu nuevo camino, tu valía consiste en tener más capacidad de ayunar que los otros monjes, entonces ¿qué habrá cambiado?
La conversión se dirige al corazón del problema, a través de una práctica que nos abra al inconsciente. Se necesita consentir, valor y perseverancia. No surge el inconsciente a voluntad...sino gradualmente, con la práctica de la oración contemplativa.

Con la práctica de la oración contemplativa surge el inconsciente, pero también surgen los talentos naturales, los frutos del espíritu, los siete dones del Espíritu y la Inhabitación Trinitaria. El inconsciente es sumamente poderoso hasta el momento en que la luz divina del Espíritu Santo penetra en sus profundidades y revela su dinámica. El sistema nervioso psíquico puede estallar en emociones primitivas o recuerdos intolerables. Es aquí donde la gran enseñanza de las noches oscuras de san  Juan de la Cruz coincide con la psicología profunda, sólo que el trabajo del Espíritu Santo es mucho más profundo. En vez de tratar de librarnos de lo que interfiere con nuestra vida ordinaria, el Espíritu nos llama a transformar nuestro ser íntimo y, en efecto, todas nuestras facultades, a la manera de ser y actuar.

Nos convertimos en Palabra de Dios: al escuchar las Sagradas Escrituras en presencia del Espíritu, la palabra de Dios escuchada fuera de nosotros, está llamada a despertar la presencia de la palabra de Dios dentro de nosotros. Es nuestro quinto Evangelio. Nos transformamos en amor incondicional.

Etapas a grandes rasgos en la trayectoria espiritual con nuestro terapeuta divino:
- Primavera de la conversión: Permitir que el Espíritu Santo nos conduzca a la verdad sobre nosotros mismos. La oración facilita... gran energía para emprender la práctica de la abnegación, de diversas formas de oración, del ministerio y de otros servicios de tipo social. Experimentamos cierta libertad y satisfacción en nuestros esfuerzos.

- Dios permite un nuevo nivel de conocimiento: Retira los consuelos. Nos hundimos en la oscuridad, aridez espiritual y confusión. Dios se muda a nuestra planta baja, y ahí nos espera. Noche oscura, nos fallan los consuelos, incluyendo los ritos y las prácticas que anteriormente apoyaron nuestra fe.

- Llega un periodo de paz. Disfrute de una libertad interior nueva, nuevos conocimientos. Esto toma tiempo. Convertirnos en el quinto evangelio, ser Palabra de Dios en nosotros.

Siempre nuevo en el corazón

Pasando la callada sombra de un sauce

Aguardábamos en la soledad perdida
Ese fruto siempre nuevo
Que nunca acabamos de alcanzar.

         Brisa suave, delicadeza,
Y nada, nada más…

         Dices: -quiero poseer esa brisa, quiero alcanzar…
Lo inalcanzable. Eso que pierdo, eso que me parece cercano…


         Te propongo esto… Vuelve, poco a poco, a tu corazón. Desde luego, inicialmente: calla. Con serenidad y paz huye de las consideraciones (de todas ellas) que, desde hace poco o desde hace mucho, te abruman o molestan. Déjalas de lado. Puedes decir dos cosas: o todas ellas te sirven para tu bien espiritual (incluidas las humillaciones y los fracasos) o de nada valen y no tienen peso alguno: no existen.
         Lo más probable es que tengan su sentido. Quizá enseñarte (con insistencia) a no temer. Tal vez, con mayor fuerza, a que compruebes que, a pesar de todas ellas, puedes y debes seguir tu camino. Lo que parece estrujar la libertad puede convertirse en el detonante de la conciencia para vencer a todos los enemigos de ella.
         Luego investiga acerca de un primer descenso, hacia adentro. Lo primero será valorar el don de Dios que eres tu mismo. Nada ni nadie te quita tu lugar en el Corazón del Señor. Si lo aceptas: te encuentras en Él. Así de simple.
         El Amor de Dios no se adquiere ni se compra. Has de aceptarlo. Vive estos instantes de meditación con suma sencillez. No es necesario que asistas a ninguna carrera, ni corrida, ni examen. Ni que acudas a recibir premios necios, ni que te veas rodeado de mirones impertinentes. Nadie te juzga, porque nadie puede juzgarte. Si alguien se entromete, déjalo pasar. Y nada más.
         Entonces: olvida. Porque lo más profundo no tiene figura para ti, sino silencio.
         Y pasa adelante. Acoge, descubre la sonrisa inefable entre la Madre y su Hijo, entre Jesús y María. Quédate allí (aquí) un instante. Alégrate… Piensa que nada ni nadie te aleja de esta maravilla, que es tu participación escondida en la soledad de tu ermita. En medio de tu santuario, en tu corazón.
         Haz silencio, no te agites ni procures cosa alguna… Déjate llevar por esa brisa que es amor inefable.
         Quizá algunos “pensamientos” acudan a perturbar precisamente en este momento. Pues nada, no te identifiques con ellos, sepárate… Entre  ellos hay aperturas, espacios, grietas… Vuélvete y pasa más allá y a través.  Sírvete de la puerta estrecha. Reposa…
         No aguardes esto o aquello. No te sorprendas de pensamientos nuevos, ni de situaciones o sucesos desagradables. No temas las tinieblas: allí está el Señor de camino. Silencia todas las voces impertinentes. Tú mismo puedes hacerlo en tu interior.
         Y abandónate.
         Firme en la Fe, no vaciles. ¿Qué o quién puede apartarnos del Amor de Dios?
         El Silencio en el corazón es densidad, es Presencia. Persevera y no temas.

         Alberto E. Justo

¡QUÉ NO NOS CANSEMOS!

Sí, aunque el desaliento por el poco fruto o por la ingratitud nos asalte, aunque la flaqueza nos ablande, aunque el furor del enemigo nos persiga y nos calumnie, aunque nos falten el dinero y los auxilios humanos, aunque vinieran al suelo nuestras obras y tuviéramos que empezar de nuevo...

¡Madre querida!... ¡qué no nos cansemos!
Firmes, decididos, alentados, sonrientes siempre, con los ojos de la cara fijos en el prójimo y en sus necesidades, para socorrerlos y con los ojos del alma fijos en el Corazón de Jesús que está en el Sagrario, ocupemos nuestro puesto, el que a cada uno nos ha señalado Dios.

¡Nada de volver la cara atrás!
¡Nada de cruzarse de brazos!
¡Nada de estériles lamentos!

Mientras nos quede una gota de sangre que derramar, unas monedas que repartir, un poco de energía que gastar, una palabra que decir, un aliento de nuestro corazón, un poco de fuerza en nuestras manos o en nuestros pies, que puedan servir para dar gloria a Él y a Ti y para hacer un poco de bien a nuestros hermanos...
¡Madre mía por última vez!
¡Morir antes que cansarnos!

(Obispo MANUEL GONZÁLEZ)

lunes, 1 de julio de 2013

Lugares y tiempos para Dios

Necesitamos lugares y tiempos en los que nos expongamos conscientemente al amor de Dios. Los lugares y los tiempos para experimentar el amor de Dios varían con cada persona. Uno se siente rodeado por el amor de Dios en la Naturaleza. Otro lo siente cuando escucha música, cuando es todo oídos y deja penetrar la música dentro de sí. Para un tercero, un lugar importante es la lectura. Al leer las experiencias de otro, entra en contacto consigo mismo y con su anhelo. Para otro más, el lugar donde se sabe envuelto por el amor de Dios son los rituales que él mismo ha elaborado, por ej. cruzar las manos sobre el pecho al rezar el Padrenuestro. (Anselm. Grün)

Necesidad de Silencio

"Si queremos seguir a Jesús, tenemos que seguirlo, primero y sobre todo hasta el desierto. No es posible que tú y yo hoy entremos en el espíritu del camino de Jesús si no creamos algún espacio en nuestra vida para el silencio y la soledad. Sin silencio la espiritualidad y la transformación espiritual auténticas no son posibles" (A. Nolan)

Tengo que aprender lo que proponía Miguel de Unamuno: "Sentir el pensamiento y pensar el sentimiento".

(Cf Belen MªRidruejo - "La llevaré al silencio"

lunes, 24 de junio de 2013

Espacios de vacío


“Cuando esperas ansiosamente correo; cuando esperas que tus amigos se acuerden de ti; cuando quieres ser alguien excepcional; cuando deseas que se pronuncie tu nombre; cuando buscas una atención especial; cuando esperas un trabajo más interesante o cosas más estimulantes, entonces te das cuenta de que ni siquiera has empezado a crear un pequeño espacio para Dios en tu corazón.
     Cuando ya nadie te escribe; cuando nadie se acuerda de ti o se pregunta qué estás haciendo; cuando te limitas a ser uno cualquiera de los hermanos, haciendo las mismas cosas que hacen ellos, ni mejor ni peor; cuando has sido olvidado por la gente, puede que entonces tu corazón y tu mente estén ya lo suficientemente vacíos como para darle a Dios una oportunidad real de hacerte sentir su presencia.” (Henry Nouwen)


miércoles, 5 de junio de 2013

EL ICONO DE LA VIRGEN DE LA TERNURA (La Theotocos de Vladimir)

(Virgen de Vladimir e Imagen de la Virgen y el Niño, del estilo de la del Perpetuo Socorro, en la que Jesús abraza cariñosamente a su Madre, que le lleva en brazos. Se conserva en el museo del Kremlin, en Moscú)

           

Es este el icono de la Madre de Dios: la Virgen pura a quien el Todopoderoso cubrió con su sombra y sobre la cual bajó el Espíritu San to, para que aquel que naciera de ella fuera llamado Hijo de Dios. Es el icono de la Madre del Todopoderoso, y con todo reproduce en su imagen las zalamerías de una joven madre que se deja acariciar por su niño. Pero no hay contradicción entre estos dos aspectos; al contrario, es la señal de que la Virgen nos introduce de un modo auténtico en el misterio de la En­carnación del Señor.

            Este "Icono de la Ternura" nos permite entrever el papel que tiene la Mujer que enseña al corazón de Dios el arte de amar. Como los de más hijos de los hombres, Jesús entra en este mundo con un corazón intac­to, que debe ser modelado y ha de dejarse imprimir por las caricias que recibirá por su mamá, y por las que espontáneamente El le prodigará. Por muy Hijo de Dios que sea, por más que haya sido amado desde toda la eter­nidad por el Padre, al nacer, como hombre, su corazón debe aprender a amar por medio de su Madre.

            Esas caricias humanas parecen carecer de significado, y sin embargo, superando toda palabra y las más bellas ideas, Constituyen en la región más profunda de la sensibilidad de Jesús, los primeros brotes de aquel amor que será la llama fundamental de su vida. El amor, y no solamente su amor humano sino también su amor de Dios; el amor con el que nos manifiesta en el tiempo, la ternura infinita con que nos envuelve eternamente.

            María es la Madre de Dios, no sólo según la carne, ni princi­palmente según la carne, sino mucho más según el corazón. La misión de la madre no es ante todo la de formar un cuerpo, que luego tendrá que defenderse solo como pueda. La madre es el ambiente de ternura que, a.-partir del instante de la concepción, crea alrededor de su hijito esa atmósfera :acogedora y afectuosa que le envuelve que le penetra aunque él no lo sepa y lo modela de modo definitivo para toda la vida. Desde que respondió al ángel :"llagase en mi según tu palabra" María empezó, de este modo a ser la Madre del Hijo de Dios. Todavía no conoce a su Hijo, no es capaz de identificarle, pero ye le rodea de una infinitamente respetuosa ternura, de ana adoración henchida de delicadeza. Y el niñito que empieza a formarse en su seno, va recibiendo su secreto influjo, hasta la noche de Navidad cuando al ser acogido por los brazos de su mamá, recibirá sus primeras caricias, sus primeros besos.

            María es pues mucho más Madre de Dios según el corazón que según la carne. O más bien : la Encarnación del Hijo de Dios no consiste en que éste haya asumido un cuerpo, sino en que haya tomado un corazón, que le permite entregarse a los hombres. Es verdad que lo que nos ofrece directamente en la Eucaristía es su cuerpo, su cuerpo inmolado en la Cruz y Resucitado por el Padre. Pero ese cuerpo no lo recibimos por el hecho de tomarlo en nuestra boca; el acto de comerle adquiere sentido por el inter­cambio previo de nuestro amor con el suyo. Y esa capacidad de darse, Je­sús la recibe de María cuando, entre sus brazos, la colma de caricias.
           
            Más aun el corazón humano de Jesús debe aprender a amar a su Padre. Aunque sea su Hijo, no puede amar al Padre en su carne mortal, si­no en la medida eh que su corazón haya sido orientado hacia Aquel que le ha dado ese cuerpo. El amor infinito que Jesús tuvo a su Padre en la tierra y el que ahora le tiene en el cielo, ese amor, le fue comunicado por María. A través de esas demostraciones de cariño, un tanto desmañadas al principio, con que Jesús correspondía a María cuando ésta le estrechaba contra su seno, sin darse cuenta, aprendió y recibió la capacidad de amor, que andando el tiempo al despertar y desarrollarse su razón, permitiría a su corazón dirigirse hacia  ….

            El icono de la Ternura es, asimismo, la Mujer que enseña al Verbo, su Hijo, los trucos, a veces tan dolorosos, de la ternura humana. Al contemplar el icono, se advierte cuán unidos están Madre e Hijo, mejilla con mejilla, y con todo, cuan alejados parecen por un desconocido misterio que los supera.

            El cariño humano es, en primer lugar, esa certeza de seguridad, de confianza entregada que tiende a la unión. Se quisiera estar absolutamente seguro de aquel a quien se ama, hundirse en él, fundirse con él, no ser más que una sola cosa con él. Esa tendencia que nos impulsa con toda nuestra alma hacia el amado, con todas las potencias de nuestro ser, la experimenta el niño con una fuerza instintiva, con un vigor que le arras­tra hacia su madre como si quisiera retornar a su seno.

            Pero la ternura humana incluye también las necesarias separaciones1 la necesidad de afirmar la propia personalidad, el descubrir el  extraño mundo que nos rodea y nos obliga a encerrarnos en nuestro, interior, y a ser conscientes que somos nosotros mismos y no otro. Constituye, pues un aspecto del amor el poder afirmarse a sí mismo, y reconocerse como otro, pues es el único medio de tener algo que ofrecer al otro. Si fuéra­mos una sola cosa con el amado ¿cómo podríamos darnos a él? Si queremos que amor sea verdaderamente un don, y no una pérdida .de nosotros carente' de sentido, hay que considerar estos dos aspectos  que toma la ternura hu­mana, a veces de un modo desconcertante, pero siempre necesarios.

            Esa lenta maduración que debe experimentar  el corazón humano, la experimentó también Jesús. Tuvo que separarse de su Madre, tuvo que sufrir al alejarse de ella, y tuvo que hacerla sufrir al obligarle a ella a que le dejara. Tenía obligación de llegar a la autonomía del amor, pues era el mejor modo de amarla como un hijo que llega a ser hombre perfecto, y ser así el Hijo de Dios que al mismo tiempo era el Salvador de su Madre.

+          +

            Jesús todavía no sabe hablar, solo sabe balbucir de modo vaci­lante su ternura de bebé; y con todo, es el Hijo de Dios. Esto  Él lo sabe de un modo que supera infinitamente nuestro conocimiento. Ese amor que manifiesta a su madre, es verdaderamente el amor del Hijo de Dios. Es el amor de Dios. A través de esas Caricias que parecen sin importancia, Je­sús entrega a Maria el secreto del mismo Dios.

            Para hacerse comprender, Dios no necesita palabras; al centrario, las palabras impiden comprender. Son un medio de acceso a su amor, pero tan solo un medio, no el terminó. El término hacia el que tendemos no se expresa con palabras, no se encierra en conceptos. ¿Y.' por qué no expresar sencillamente ese amor, con la ternura de nuestro cuerpo, con el abrazo abandonado de ese bracito que rodea el cuello de su mamá? Es la ú­nica palabra que entonces el Verbo puede pronunciar, pero ya es verdade­ramente palabra del Verbo, y es por tanto la revelación de Dios que pene­tra hasta' lo Intimo del corazón de María. Por eso, no puede menos que permanecer silenciosa, admirada, extasiada, más allá de aquella sonrisa que hubiéramos esperado ver apuntar en los labios de una mamá.

            Ese bebé a quien mima, ese niño, que la acaricia, es el mismo Dios a quien María adora. Esos gestos, que parecen no tener sentido, en­cierran la plenitud del don inefable.- Arroban a María, la transforman mucho más que lo haría cualquier milagro visible, pues son un contacto de su ser profundo con el mismo Dios.

            "Quien me ve, ve al Padre". Estas palabras eran una realidad desde el primer momento, y cuando Jesús expresa a María esa ternura inde­cible, no es tan solo su amor personal lo que le entrega, ya que por su esencia de Hijo es la transparencia perfecta del Padre. El amor del Padre solo puede expresarse en el Hijo, y se manifiesta necesariamente cuando el Hijo expresa su amor.

            María es como la esposa a quien el Padre abraza con el abrazo Hijo. Así se-produce el encuentro de la Virgen con Aquel que la escogió por Madre de su Hijo…

            Ya había recibido ese Espíritu cuando el ángel le anunció el designio del cielo sobre ella. Y Con todo, es por Jesús y a través de Jesús mostrándole su ternura, que el Espíritu Santo penetra­rá hasta lo íntimo del corazón de María para despertar en ella aquella ternura con la que estrecha al Verbo convertido en un niño pequeño..

            Esta unión silenciosa, aparentemente pasajera, de María y Jesús es el abrazo de caridad, de amor, que une corporalmente a aquellos que son la imagen más perfecta de Dios. Jesús nos prometió que a quien le a­mara el también le amaría, y que ese intercambio de amor y conocimiento, sería la reproducción, el icono, del amor que une al Padre y al Hijo. Siendo esto verdad d) todo cristiano, ¿cómo no iba a ser una realidad excepcionalmente intensa en la intimidad que unía a María y Jesús?

            El icono de la ternura es, pues, la reproducción en nuestra débil carne, del abrazo purísimo del Espíritu en el que se unen eterna­mente el Padre y el Hijo. Reproducción, icono imperfecto, pues nada pue­de expresar adecuada ente la unión intima del Padre y del Hijo en el Es­píritu Santo, pero icono que nos permite el acceso a una Verdad indeci­ble.

             No se trata pues, de razonar o analizar este icono que encierra tanto misterio; preferible  dejarnos modelar por esa actitud de profunda serenidad, que une a la Madre y al Hijo, y que debe imprimirse en nuestro ser. El verdadero amor que nos une a Jesús, que nos une a cuantos amamos, debe ser la imagen, el icono vivo de ese eterno abrazo del Padre y del Hijo. Ese amor, cuyo manantial está en nuestro corazón, debe irradiar en nuestro amor exterior. Ese abrazo que nos estrecha interior­mente, debe transformar nuestro corazón de piedra, para convertirlo en corazón de carne. Esa límpido borbotón del Padre hacia el Hijo, debe cre­ar en nosotros un espíritu nuevo, que nos vuelva disponibles para descubrir al otro, para verle con mirada límpida y para unirnos a él con verdadera caridad, a través de nuestra condición de carne entretejida de fragilidades e imperfecciones.

            El icono de la Virgen de la Ternura, no es tan solo la representación de Maria enseñando, a Jesús el amor como se da entre hombres; es también. y. tal vez más, María que se deja formar por su Hijito en la es cuela de la pedagogía, divina.. También ella ha de dejarse remodelar, para. ver impresos en sí misma los rasgos vivos de la imagen. de la Santísima- Trinidad, las relaciones de amor de las que ella es el templo y de las que participa plenamente.

            En la fisonomía de María se dibuja la expresión de un sufrimiento cuya hondura le había predicho Simeón. Pero es su propio Hijo quien le comunica que Él es aquel Siervo, que como ella presiente ha de ser inmolado Por,:sus hermanos. Bici conocía María que era la esclava del Se­ñor, pero ¿sabía lo que iba a significar ser la Madre del Siervo de Yavé?

            Esto lo aprenderá en la escuela de su Hijo. Nos lo atestigua el Evangelio, en el fue Jesús insiste repetidamente en la profecía que muchos siglos antes 'tañía presentado su retrato ante todo Israel. Cuando María descubre la ternura que Jesús le tiene, se hace el receptáculo de la ternura da, la entera humanidad. Al acoger a Jesús, al estrecharlo con­tra su corazón, lo hace en nombre de todos los hombres, en nombre de cada uno de nosotros. Pero en compensación, cuando Jesús se apretuja contra ella con todo su amor, se entrega verdaderamente a toda la humanidad. Ya entonces es el Siervo que viene a cargarse con todo cuanto sus hermanos quieran poner sobre sus espaldas, con toda su pobreza, con toda su miseria, para transfigurarla y convertirla en una realidad divina.

            María, como toda joven madre, aprende mucho de su Hijo; está en a escuela de ese pequeño recién nacido, que le enseña a cumplir su vocación de m­adre. Todos los niños sin saberlo, realizan ese oficio, con su madre pero Jesús lo hace de un modo más perfecto y completo…

            María descubre los secretos del amor materno, uno de los cua­les es saber desaparecer para hacerse más presente. La Madre no debe acaparar a su hijo pare convertirlo en cosa suya; al contrario, su misión es ayudarle a convertirse en hombre, en un ser responsable capaz de asumir plenamente su vida, con capacidad de amar y de darse a sabiendas pe­ro sin reticencia:;; y confiadamente a cuantos se entreguen a él. La Vir­gen del icono de le Ternura, estrecha a su Hijo contra su corazón, pero no le mira : sus ojos se dirigen hacia nosotros, pues en nosotros piensa al abrazar a su niño. El no es su posesión; justo puede decirse que se le ha confiado. Bien sabe ella que ambos están asociados para salvarnos, para hacernos penetrar en la intimidad del amor divino.

            Es lo que Jesús dirá a María, de modo más explícito, cuando a la edad de doce años se queda en el Templo. En ese momento, María comprenderá claramente, que su Jesús es ante todo el Hijo de Dios, que es un hombre a quien debe procurar la posibilidad de vivir como hombre, pero que en resumidas cuentas, no tiene ningún derecho real sobre El. Al contrario, es Ella quien debe estar a su servicio para que El llegue a su plenitud, En Caná Jesús continuará haciendo descubrir a Maria su mi­sión de Madre de Dios: comprenderá entonces que la mayor ternura que puede manifestar a Jesús es la desaparecer para estarle más presente, para asociarse a El del modo que El necesita.

            En el silencio, en la oscuridad, pero con una ternura siempre alerta, siempre al acecho, tendrá que esperar la hora en la que será Ma­dre como nunca. La vemos en el Calvario, silenciosa : sabe que no tiene nada más que decir, pero que debe escuchar, debe aceptar, debe ser vida. Entonces su maternidad adquiere dimensiones universales : la Iglesia, como una recién nacida, sale de su corazón, regenerada, asumida por Cristo. que mañana será el resucitado.

            Todo esto se encerraba en germen en el corazón de María al es­trechar a su niño centra su corazón : era ya la madre que se entregaba a su Hijo, pues su vocación de madre consistía en permitir a ese Hijo realizar su vocación de hombre; es decir, asumir la humanidad como Hijo de Dios, para que también nosotros llegáramos a ser hijos con El, y pudiéramos decir todos el Padre en el Espíritu: "Abba"

            Así es el [CONO DE LA TERNURA ó el niño y su madre entregados mutuamente al simple, intercambio de una auténtica ternura humana. Para llegar a Dios, no hay que renunciar a ser hombres. Al contrario, le alcanzaremos  en la medida en que seamos nosotros mismos, tales como Dios nos ha concebido, teles corno El nos ha amado, y tales como su ternura nos ha plasmado. No temamos ser seres humanos, con un corazón frágil y vulnerable, pues el verdadero amor incluye la posibilidad de ser  herido, y el riesgo de exponerse a la muerte.

            Amar a Dios es entregarse a El, es darse tal cual somos es por tanto entregar nuestra capacidad de amor, tal como Dios la concibió cuando junto con su Hijo soñaba en nosotros. Nos ha dado un corazón de carne, un corazón que debe encontrar su propia identidad en contacto con los otros corazones que le rodean,. A través de las reacciones de nuestra sensibilidad, asumiendo las fuerzas de nuestra sensualidad, aceptando tener un cuerpo transido de mil posibilidades, llegáremos a comprender las posibilidades de ese amor que Dios quiere ver florecer en amor divino.
El amor divino no es un amor desencarnado : Jesús nos ha amado entregan­do SU CUERPO, y derramando SU SANGRE. Jesús nos ha asumido en sí mismo, llevando el amor a su más alta cumbre, el día en que resucitó según la CARNE.,
Tal es el amor que encierra el ICONO DE LA TERNURA y que nos desvela la plenitud que hay en el Hijo, plenitud que El nos entrega, plenitud que nos pertenece si sabemos acogerla.


(un cartujo)

Fiesta de la Asunción

                                                            "La fuente del jardín
                                                                        es pozo de agua viva"
                                                                                  (Ct 4,15)

Queridos hermanos:

            La celebración de María coronada de gloria en cuerpo y alma nos invita a reconocer en ella a la única verdadera y definitiva contemplativa de la bienaventurada Trinidad; María, cuyo ser total está perfectamente transformado a imagen - del Dios tres veces santo. No obstante recurrimos a ella como la medianera universal, e incluso tendríamos tendencia a considerarla como inclinada sin descanso hacia nosotros, pobres humanos, que caminamos hacia la patria por caminos a veces difíciles. La Reina de los cielos está, sin ninguna división interior, totalmente abierta hacia el Señor respondiendo en su corazón a las necesidades universales de toda la humanidad.

            No es por un acercamiento artificial por el que yo quiero partir de esta visión luminosa de la Madre de Dios para reflexionar con vosotros sobre el contenido la carta que el Papa nos ha enviado recientemente. En efecto, ¿cómo no sorprendernos por la doble orientación y estímulo que mejor se dirían directivas, que el Vicario de Cristo nos dirige : ser verdaderos contemplativos en la paz de la soledad y responder a las necesidades del mundo contemporáneo con una auténtica solidaridad ? Que María nos ayude a escuchar atentamente la Palabra que nos viene del Espíritu Santo.

            La dominante que más sobresale de la carta del Papa es. quizá, la invitación c nos hace a que seamos nosotros mismos. Parece ser que es una preocupación habitual de Juan-Pablo II el ayudar a los cristianos, cada uno en su sitio, a ser conscientes de su identidad y a querer ser fieles a ella. De este modo responde a una tentación a la que nos vemos expuestos desde el Concilio. Con el pretexto de seguir las orientaciones conciliares de apertura al mundo contemporáneo, de escucha leal al pensamiento de los demás, se ha generalizado una especie de de estabilización da los corazones, en virtud de la cual cada uno parece tener como preocupación principal el renunciar a su propia identidad. Tanto en el orden natural como en el sobrenatural, no puede existir una actitud más catastrófica c además nos lleva a la contradicción más radical de lo que realmente pedía el C cilio. Todo cristiano, y más aun todo monje, debe ser consciente de su identidad y debe querer ser fiel a ella.

            Ser nosotros mismos, eso corresponde a una costosa exigencia : la de evitar todo fingimiento, cualquier manera de vivir en la cual uno se contenta, en el fondo, con representar su papel, de "hacer como si", en lugar de ser uno mismo. Saben por experiencia cómo una existencia como la nuestra nos expone a esta comedia, entregados como estamos a nosotros mismos en la soledad. ¿No podríamos decir que, una de las principales preocupaciones del Señor es la de despojarnos cueste lo que cueste de las máscaras con las cuales nos identificamos, a expensas de verdad de nuestro ser de solitarios dedicados a la escucha de su amor ?

            Ser nosotros mismos, en el pensamiento de Juan-Pablo II, es reconocer que tenemos una identidad bien precisa en el seno de la Iglesia; esta identidad corresponde al lugar que ocupamos en el Cuerpo de Cristo, digamos incluso que corresponde nuestra función en el mundo, nuestro servicio para con la humanidad entera. EE es, en efecto, el sentido de las invitaciones de esta carta cuando por ejemplo habla de "hombres de nuestro tiempo ... que necesitan de nuestro ejemplo y de nuestro servicio".

            Esta identidad ha sido dibujada de una manera muy clara por Dios mismo en la vida de San Bruno, en eso que el Papa llama. "el espíritu original de nuestra Orden" o, de una manera más concreta, "en la integridad de nuestro verdadero carisma y la fidelidad completa a nuestros Estatutos ya aprobados".


            Ya tenemos conciencia de nuestra identidad y queremos conservarla en su integridad. ¿Qué nos pide el Papa que hagamos ? Su respuesta es breve, pero nos zarandea y nos obliga a reflexionar más profundamente : "Lo importante no es lo que hacéis, sino lo que sois" Esta consigna parece tanto más extraña ya que se nos da en un contexto que da la sensación de tener que exigir- precisamente por nuestra parte un compromiso activo.

            Vivimos un tiempo de crisis, dice el Papa. Los hombres son agredidos por toda clase de torbellinos de ideas: son empujados por múltiples presiones dispuestas a forzar su consentimiento, quizá hasta su conciencia. La inestabilidad es el denominador común. El rendimiento es la ley a la cual está sometido todo ser.  Sin embargo, frente a este embrollo, Juan-Pablo II nos dice, incluso nos repite de diferentes maneras: vosotros tenéis una misión que cumplir, importante, irreemplazable, no actuando, no agitándoos, sino siendo.

            Dios os pide que seáis solitarios, testigos de lo absoluto. Sedlo. Dios os da como patrimonio su estabilidad.. Sed portadores de esta estabilidad. Únicamente así podéis, y debéis expresar vuestra solidaridad para con vuestros hermanos de humanidad.

            La carta nos repite varias veces que debemos ser manantiales. Me pregunto si esta imagen no es la mejor ilustración de lo que el Papa nos invita a ser..

            ¿Qué es un manantial? Sencillamente un orificio en el suelo, orificio que desemboca en una capa de agua subterránea o que permite a una corriente de agua viva fluir. El manantial no tiene que hacer nada. Le basta ser para cumplir su misión: simple abertura, libre de todo lo que pudiera obstruirla y que, por el mismo hecho, derrama profusamente el agua bienhechora sobre la que, por otra parte, no tiene derecho alguno.

            ¿Tenemos otra vocación que no sea la de ser manantial ?. Perforando la dureza la corteza humana, tenemos que estar abiertos a los ríos de agua viva derramados en nuestros corazones por el Espíritu Santo. No se nos pide crear esta vida, ni siquiera suscitarla : solamente tenemos que liberarnos de lo que nos haga menos disponibles para dejar que ese agua se precipite en el orificio que le ofrecen Seamos bastante límpidos, bastante puros para olvidarnos y así habremos cumplido nuestra misión..

            Tomemos conciencia de la importancia de la misión de ser manantial.. Es preciso que el corazón de Dios se expansione. Es preciso que corra el agua divina.. Forma parte de la misma esencia de la. Iglesia el ser portadora de manantiales.. Hoy de manera oficial la Iglesiallama nuestra atención sobre nuestra responsabilidad en este aspecto : no hablar, no emprender, sino, repitiendo la fórmula de Estatutos : "Orientados, en virtud de nuestra Profesión, únicamente hacia Aquél que es, testimoniamos ante un mundo demasiado absorbido por las-realidades te­rrenas-que fuera de El no hay otro Dios"'(E.R. 34.3) "La fuente del jardín es pozo de agua viva" (Ct 4,15), dice el Cantar de los Cantares. Nosotros únicamente hemos de ser.


            El Papa enumera algunos casos, en los que cuenta con nosotros para que seamos fuentes visibles. Así, habla de los hombres que "experimentan la necesidad de ir en búsqueda del Absoluto y de ver garantizada en cierto modo su búsqueda, por un testimonio vivido. Vuestra misión -dice él- es precisamente, hacérsela percibir". El Pastor de la Iglesia, testigo de las intensas necesidades de loe hombres, nos muestra en qué cuenta con nosotros : no nos comprometa con nuevo caminos, sino que seamos más aún lo que, desde siempre, hemos sido llamados a

            En el caso presente, se trata de ser buscadores de lo absoluto, sobre el cual_ toda existencia se ha modelado, representado por esa búsqueda del Tres veces Santo presente en el fondo de nuestro corazón. La fecundidad de la fuente tendrá como medida la verdad con la que dejemos a la corriente divina limpiarnos, liberarnos de todo lo que nos obstruye para que nuestro ser solo se convierta en un testimonio vivo de que el Absoluto divino puede ser encontrado, en cierto modo, aquí abajo.

            Un poco después, Juan Pablo II nos habla de la estabilidad de Dios, luego de la estabilidad del amor divino a cuya irradiación nos entrega. Esta estabilidad no se revela en nosotros sino en la medida en que sepamos excavar en nuestro cora­zón un pozo lo bastante profundo para que podamos escapar de todas las corrien­tes superficiales que recorren nuestra sensibilidad. En cierto sentido conocemos por experiencia las necesidades de nuestros contemporáneos ya que, incluso en la profundidad de la soledad, sabemos hasta qué punto el recibir sinceramente la herencia de la estabilidad divina, representa una conversión profunda, radical.

            La carta del Papa evoca también otras formas de manantial visible que nos atañen. Por ejemplo : "perseverar día y noche como centinelas en presencia de Dios... y ofrecer sin descanso a la divina majestad un sacrificio de alabanza". O bien asumir los desórdenes psicológicos producidos por las mutaciones de la sociedad y que también nos alcanzan; asumirlos hasta descubrir que más allá de todas las técnicas humanas, que no debemos descuidar "únicamente una voluntad inflamada de amor de Dios y dispuesta a servirle valientemente, ..... podrá pasar sobre to­dos los obstáculos".

+

            Ser fuente visible es una parte no desdeñable de nuestra vocación, pero más-im­portante aún es nuestra llamada a ser fuente escondida, misteriosa. Tal vez esta fuente sea desconocida, ignorada, incluso despreciada, con el riesgo de exponernos a veces nosotros mismos a la tentación de no creer bastante en ese ministerio oscuro del cual' tanto más tenemos necesidad de explorar su belleza..

            Es interesante en la carta del Papa ver hacer sobre ese tema una especie de co­mentario del canon 674 por el cual comienza en el  nuevo código la parte consagrada al apostolado de los institutos religiosos. Releamos lo esencial de este canon.

"Los institutos puramente ordenados a la contemplación
ocupan siempre en el Cuerpo de Cristo un lugar especial.
Ofrecen a Dios un sacrificio excepcional de alabanza;
irradian sobre el Pueblo de Dios una sobreabundancia de Santidad; lo arrastran con el' ejemplo
y contribuyen a su expansión por una fecundidad apostólica escondida "

            Al enumerar los frutos misteriosos y plenos de riquezas de una vida como la nuestra, la Iglesia por este mismo hecho nos ayuda a percibir de qué modo Dios desea ser contemplado. Aspira a convertirnos en puras aberturas que se dejan invadir por la plenitud de su amor. En efecto, solamente una transformación así de nuestro ser puede explicar los "frutos de santidad" que se esperan de nosotros. No son obra nuestra, sino la expresión de la sobreabundancia con que Dios gratifica aquellos que se ofrecen a su ternura.

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            He puesto estas reflexiones desde el principio bajo la irradiación de María. Cerca de Ella encontraremos la luz necesaria para entrar en las perspectivas que nos abre el Papa. Ella sola es en toda verdad la fuente pura y perfectamente transparente. Por ella pasan todas las corrientes de vida divina que necesitamos para convertirnos en pequeños manantiales, imperfectos sin duda, pero cuyas deficiencias se compensan con la plenitud infinita sobre las que están abiertos. Amen.

LA ORACION TEOLOGAL

ADVIENTO 1988

  Hace algunos años intenté hablarte de la oración del corazón. No se trata­ba más que de la introducción a una materia más vasta, demasiado vasta quizás por lo muy sencilla y siempre tenemos dificultad para identificar y formular las cosas sencillas. Hoy querría hablarte de la oración teologal, lo que en realidad no es más que otra manera de abordar la oración del corazón.
        
         ¿Qué significa esta fórmula "oración teologal"? Pretende evocar una orien­tación del corazón que se apoya en las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y el amor. Supongo que esto significa para ti algo bastante preciso: son, en resumen, las capacidades que Dios nos da, por gracia, de poder llegar a El directamente. En tanto que las demás virtudes, las virtudes morales, concier­nen a los medios que nos ayudan a caminar hacia Dios.

         Volvemos a encontrar aquí una orientación esencial de la oración del cora­zón. Apunta directamente al corazón de Dios. Es mi corazón profundo que está en busca de un encuentro directo con Dios. No solamente un encuentro afectivo bajo forma de una especie de experiencia de la ternura divina que se deja percibir por mis necesidades más profundas, más secretas, de gustar a un nivel humano la bondad de Dios. No tanto eso como la posibilidad que me es ofrecida por el Padre: es El que viene a mí y, más allá de todos los medios o de los intermediarios, hay un encuentro porque El lo quiere y me da la posibilidad.

         Me pregunto entonces si no desearías detenerme enseguida para interrogarme "¿Por qué insistir tanto sobre lo que parece una evidencia? Rezar es buscar Dios, es tender al encuentro más inmediato posible entre El y yo en el amor". Precisamente me parece que, demasiado a menudo, en vez de orar de esta manera malgastamos nuestro tiempo y nuestras energías en actividades que quizás n tienen más que las apariencias de la oración. Ya no es Dios, es el yo de cada cual que se convierte en el centro de interés de su obrar. Todos lo experimentamos, pero quizás no siempre sacamos las consecuencias que debieran derivarse. Permíteme que a título de ilustración te cuente una historia vivida.

         En la evolución de mi oración me ha ocurrido una aventura que sé que muchos otros han experimentado análogamente y de la que creo útil hablar ya que tanto me ha marcado y orientado todo el curso posterior de mi existencia. Yo era entonces adolescente; un día, aparentemente por azar, caigo sobre un volumen de las obras de Teresa de Ávila y, sin reflexionar, me pongo a leerlo. No sé cuanto tiempo duró aquello y estoy seguro de que después durante años no he vuelto a leer una página de la gran Santa Teresa. Pero esa lectura transformó mi existencia. De algún modo había hecho brotar instantáneamente una fuente en el fondo de mi corazón, una fuente cuyo contenido me sería difícil describir, pero la que sin embargo yo sabía que establecía entre mi corazón y Dios un lazo infinitamente profundo y verdadero.

         Esta fuente era lo suficientemente abundante como para inundar toda mi vida y es la que me condujo a mi celda de cartujo donde respondía a todas las necesidades, tanto las de la soledad como las de la liturgia. Yo podía, sin hace/ me preguntas siquiera, volver siempre a mi fuente sin jamás sentirme decepcionado.


         Sin embargo un día se insinuó y luego se afirmó una duda. Esta fuente:¿Qué me daba? ¿Respondía verdaderamente al deseo último de mi corazón? Dicho de otra manera ¿Era a Dios a quien yo encontraba en ella? O bien -y aquí la cues­tión se hacía más ardua - no era a mí mismo a quien finalmente yo encontraba, aunque a través de ello me llegase el reflejo de Dios que me cautivaba desde hacía años? La cosa estaba cada vez más clara: esta fuente no era Dios cuando en realidad sólo de El tenía yo sed.        
        
         Debía pues abandonar mi querida fuente; si hubiera sido posible la hubiera secado, la hubiera obstruido porque a par­tir de ese momento la sentía como un obstáculo: ocupaba en mi corazón el lugar de Dios. Y entonces cuando descubrí la necesidad de encontrar el medio, la actitud del corazón por la que yo abriría la puerta directamente a Aquel que llamaba desde hacía tanto tiempo en vano porque en mi oración me ocupaba pri­meramente de mí mismo.

         Me he entretenido en este episodio para dar un ejemplo de lo que me parece es una de las trampas inevitables de la soledad: con el pretexto de buscar a Dios, finalmente de muy piadosa manera encontrarse a sí mismo y hacerse feliz. ¿Cómo escapar de esa emboscada?

         Otra dificultad     frecuentemente me salta a la vista, tanto en mi vida personal como en la existencia religiosa de los que me rodean. Aun cuando las relaciones que mantengamos con nuestro alrededor sean cordiales, sería demasia­do afirmar que estamos siempre dispuestos a establecer con ellos verdaderas relaciones de intimidad. Si así es con mi hermano al que veo, ¿Cómo imaginar que no se produzca igualmente el mismo fenómeno con Dios al que no veo? Si hay una materia en la que el sacramento del hermano sea eficaz es en el encuentro con el Señor bienamado. La ventaja del sacramento del hermano es que se sitúa a un nivel en el que nos es difícil negar ciertas evidencias que se nos escapan fácilmente cuando intentamos preparar en nuestro corazón los caminos del Altí­simo.

         Porque ¿Qué me dice la experiencia del encuentro con mi hermano? ¿Soy sufi­cientemente acogedor como para dejarle penetrar en mi yo profundo?¿0 estoy, por el contrario, cargado de defensas, blindages, rechazos? Esas fortalezas interio­res forman parte de mi fisonomía secreta; por tanto juegan necesariamente su pa­pel en la oración y obstaculizan el paso del Señor en busca del camino que con­duce al santuario íntimo de mi corazón.

         Si miro ahora el movimiento de encuentro con mi hermano en el otro sentido, es decir, cuando soy yo el que me esfuerzo en ir hacia él ¿Soy mejor jugador? No lo creo. Pienso por ejemplo en todas las formas de agresividad que por ins­tinto pongo en acción frente a cualquier otro: demasiado frecuentemente adopto una actitud ajena respecto a él, a la atención delicada y amante que tendría derecho a esperar de mí. Puede ser también una forma de miedo de él o de mí,
pero el hecho es que estos reflejos entran en juego en mis relaciones con mi hermano ... y con el Señor.

         Siento extenderme en estas consideraciones que es posible que te parezcan fastidiosas o desalentadores, pero Jesús mismo nos da este consejo: "Antes de empezar a construir una torre, hay que sentarse primero y hacer cuentas, por miedo a comprometerse en una empresa que sobrepase nuestras fuerzas y nos vea­mos obligados a dejar la obra a medio acabar".(cf Lc 14,28) Lo mismo ocurre en el caso presente. ¿No sería una broma pesada hablar de edificar la torre del encuentro íntimo con Dios sin ni siquiera preocuparse de saber si tenemos un terreno libre en el que asentar los cimientos? Es inútil aspirar a un encuentro verdadero de mí mismo con el Padre en la libertad de los hijos de Dios, si no tomo conciencia desde la salida de que estoy atado de muchas maneras y de que el liberarme será una laboriosa tarea que finalmente sólo podrá realizar plenamente el Señor.

         Verdaderamente tengo la impresión de no ser un compañero muy atractivo par Dios. ¿Pero es esta la respuesta que El espera de mí? Dios ha enviado a su Hijo para encontrarme, tal como soy, en la realidad de lo que vivo hoy. Desde e te punto hay que intentar tener una visión de fe de la situación. ¿Es el proyecto de Dios entrar en comunión con seres sin tacha, sin defecto, sin debilidad? ¿O nos ha dicho precisamente lo contrario? El Padre nos ha enviado a s Hijo para que nos tome sobre sus hombros, perdidos y heridos como estamos, y n( haga volver al redil, donde hay una inmensa alegría al ver a los pecadores que acogen a Jesús en su corazón.

         Así nos aproximamos poco a poco a lo que constituye la oración teologal: e encuentro de mi ser real de hoy con Dios luego viene hacia mí, no para rechazara ni para condenarme, sino para hacer de mí su hijo, nacido de El en la fe: "Pero a cuantos le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios" Gin 1,12). E tres veces Santo no impone previamente a nuestro encuentro el que yo sea perfecto, ni que tenga en mi pasado obras notables que ofrecerle, ni que sea capaz de prestarle servicios en el porvenir. Todo eso no le interesa. El no pone ninguna condición. El único elemento indispensable para que el nacimiento pueda producirse es que tenga fe en su amor y que desee sinceramente ser transforma do. Si puedo ofrecerle una muestra de esta fe ¡Todo es posible!

         Es sencillo. Infinitamente sencillo. Posiblemente es lo que me hace la cosa tan difícil. Es un poco como Naamán,  el Sirio. Estaba dispuesto a someterse a toda clase de difíciles exigencias y no aceptó ni siquiera la idea de que, fiándose de la palabra de Eliseo, Dios pudiera curarle sencillamente bañándose en el Jordán.

         Me gustaría muchísimo más decirme que la calidad de mi encuentro con Dios obra mía. Habrían sido mis cualidades, mis virtudes que habrían agradado a Di y le habrían atraído a mi corazón. Sería gracias a mis esfuerzos que llegaría ser santo a mis ojos y a los ojos del Altísimo. ¿Verdad que ese programa nos seduciría aunque fuera costoso y exigente?

         Por el contrario el programa propuesto por Dios nos desconcierta de tal manera que dudamos indefinidamente antes de lanzarnos y si comenzamos con tímido so tenemos la impresión de falta de seriedad-en nuestro deseo de agradar a Di

         ¿No es ese sin embargo el sentido de la primera Bienaventuranza? "Bienaventurados los pobres de espíritu , porque de ellos es el Reino de los cielos"(Mt ¿Y qué Reino sino el que pedimos una y mil veces en el Padrenuestro? "Padre santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu Reino". El Reino que se nos propone es el de poder santificar el Nombre del Padre; el de poder decirle que es verdaderamente nuestro Padre, porque nos ha engendrado como a sus hijos. Pero tenemos que ser pobres. Y tenemos miedo. Todos estamos expuestos a la tentación c joven que se retiró muy triste porque tenía grandes riquezas. Y aunque todas nuestras riquezas sean en moneda falsa, tenerlas nos da seguridad porque tenE mos miedo de ser radicalmente pobres de espíritu en lo más profundo de nosotr
mismos.
         He aquí quizás el principal obstáculo, el que nos disuade de empeñarnos de verdad en la oración del corazón. Parece que está por encima de nuestras fuer­zas el presentarnos a Dios sin tener nada que ofrecerle que no sea nuestra po­breza, una pobreza que nos da miedo: la de nuestras heridas, la de nuestra ra­dical indigencia espiritual, la de nuestra incapacidad para con nuestras solas fuerzas franquear la distancia que nos separa de la Santidad de Dios.

+ + +

         He aquí pues el camino del que quiero hablarte, porque me parece correspon­de a lo que el Señor nos pide: tender a un encuentro entre El, tal (tome real - mente es y lo que yo soy en toda verdad. Primera cuestión: ¿Cómo llegar a Dios tal como es? Cuando se habla de El, es a menudo más cómodo contestar de mane­ra negativa que de manera positiva. Es más fácil decir lo que Dios no es que decir lo que es. Y simplificando un poco las cosas admitiremos incluso que final_ mente es imposible saber quien es El. Con nuestras facultades naturales no disponemos de ningún medio para entrar directamente en contacto con El. ¿Esta­ría pues la causa perdida por anticipado? No, porque el Todopoderoso desea desde siempre encontrarnos comprometiéndose El mismo en esta búsqueda por com­pleto.

         Yo no puedo alcanzarle por mis propios medios. Pero El puede, cuando quiere, franquear la infinita distancia que nos separa. "La luz verdadera que ilumina a todo hombre" (Jn 1,9) dice San Juan. En el fondo de todo corazón humano brilla esa llama que plantea la pregunta: " ¿ Me aceptas ? " 
Y la respuesta es la de Juan: "Vino a los suyos ( a mí, a ti...) y los suyos no le recibieron". (Jn 1,11) Entonces el Padre de la Viña envió a sus servidores los profetas a los que los viñadores asesinaron. Finalmente ha enviado a su propio Hijo. Y El es el que, aún hoy en día, llama a la puerta de tu corazón.
        
         Jesús, si puedo atreverme a expresarme así, no es más que eso: es aquel que ha sido enviado por el Padre. Esta es una de las ideas, mayores que dominan la oración sacerdotal (Jn 17) : "Han creído que tu me enviaste". Y, a partir del momento en que Jesús ha hecho aceptar por sus discípulos la certidumbre de que ha sido enviado por el Padre, ha cumplido su misión, E1 vuelve al Padre. En lo sucesivo se ha establecido una abertura permanente entre nosotros y El.

         ¿Cual es esa abertura permanente que traspasa así los cielos y nos permite llegar a ese Dios inaccesible? Es la fe. Ella no ve el rostro del Padre, pero en el rostro de Jesús la fe de sus discípulos ha visto al Padre. Y, de manera análoga, en la palabra de los apóstoles, que nos llega aún hoy en día, nos al­canza el testimonio de Jesús: "No ruego sólo por éstos, mis discípulos inmedia­tos, sino por los que han de creer en mí por su palabra. Que todos sean uno, mis apóstoles y los que creerán por ellos, como el Padre y yo somos Uno".( Jn 17, 20-21).

         Nuestra fe es el fruto de la oración de Jesús. Es esa convicción del corazón, cuya raíz está en Dios mismo, de que Dios viene a nosotros, ahora, a tra­vés de su Hijo, por su Palabra, su Iglesia, sus Sacramentos, en el Espíritu que nos ha sido dado definitivamente.

         Aquí está el punto decisivo: solamente la fe nos permite acoger verdaderamente a Dios mismo que viene a nosotros. No es que aclare nuestra inteligencia acerca de El; continuamos en tinieblas pero nos sentimos seguros porque hemos descubierto un más allá de las luces de la inteligencia: el amor del Padre que ella no sabría comprender pero del que descubre la verdad en la estabilidad que le da la fe.

         En la fe que transforma tu corazón puedes pues acoger a Dios mismo, presente en ti por su Espíritu: "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu que Dios nos ha dado" ( Rm 5,5). Ahí tienes el medio verda­dero, eficaz de llegar a Dios, en la persona del Padre, la del Hijo y la del Espíritu, en su ternura, en su fidelidad, en su misericordia para tí y para to­da criatura.

         Es posible que hayas notado hasta ahora una cierta duda por mi parte con respecto a la manera como la fe viene a implantarse y a crecer en nuestro corazón. Es verdad: se trata de un punto delicado y no querría ahogarlo en largas explica­ciones teóricas. Al final me he dicho que lo más seguro sería simplemente observar a Jesús actuando en los Evangelios; precisamente las narraciones de Pascua nos proporcionan dos notables ejemplos.

         María Magdalena y los discípulos de Emaús, en contextos aparentemente muy diferentes, llegaron a la fe en Jesús resucitado por itinerarios espirituales tan.- cercanos que me parece pueden ser recogidos como una descripción simbólica del itinerario hacia la plena fe, que todos estamos destinados a recorrer si quere­mos ser fieles a la llamada que nos ha llevado al desierto.

         Mira a los discípulos caminando tristemente por el camino que les lleva esa tarde de Jerusalén a Emaús. Hablan, discuten, mientras marchan hacia adelante, pero su corazón está triste, sumido en las tinieblas, abrumado de desaliento. Su vida había estado iluminada hasta ahora por la predicación de Jesús, que es­tá muerto y bien muerto. ¿ A qué lado volverse ahora?
        
         Y he aquí que Jesús llega de nuevo a su vera. No le reconocen, pero sin rui­do, desde las primeras palabras, vuelve a ocupar un lugar en sus corazones que una nueva llama está encendiendo. Y súbitamente, en el momento en que el miste­rioso extranjero se apresta a partir el pan, centellea el resplandor. iEs El! Ya ha desaparecido, pero en su corazón brilla la fe, una fe que nunca jamás se apagará.

         Una cosa análoga le ocurre a María Magdalena. Desolada por no poder por lo menos recuperar el cuerpo del crucificado, se lamenta ante la entrada del sepulcro. También ella parece haber perdido la fe auténtica en Jesús vivo; una sola preocupación la obsesiona: han robado su cuerpo; si logra encontrarlo, irá a recogerlo puesto que es todo lo que a sus ojos queda del Señor bienamado.

         De repente El está allí, pero ella no lo reconoce. ¿Ha intentado ni siquie­ra mirarle a la cara, perdida como está en sus recuerdos y en su proyecto de recuperar el cuerpo? ¿Está ella misma en estado de suponer que este extrañó pue­da ser El? Pero basta una palabra: "María", para que se haga la luz. Ya puede rechazarla, apartarla de su lado, nada podrá ya nunca arrancar la certidumbre que ha tomado posesión del corazón de la Magdalena.
        
         Aquí es donde el Evangelio del que acabamos de hablar nos revela el secreto que permite que la fe nazca en nuestro corazón. Ella nos es dada por Jesús mismo que, de propia iniciativa , viene como a hurtadillas, sin darse a conocer, hacernos compañía, a encender un fuego en nosotros, hasta el momento en que descubrimos que es El que está allí; El se revela bajo un nuevo aspecto. Más allá de la muerte, está completamente vivo, resucitado en nuestro corazón.

         Apenas hemos tenido cuenta de darnos cuenta de esta maravilla cuando El ya ha desaparecido, pero la luz que ha encendido en nuestro corazón permanece, 1 luz de la fe, puro don gratuito surgido de su presencia misteriosa y capaz de afrontarla prueba del tiempo, de las tinieblas, de las contradicciones. La fe es esta luz brotada del Resucitado que brilla en nosotros e ilumina todo lógico tocamos para arrastrarlo , en el misterio de la resurrección, más allá de la tinieblas mortales de las que antes éramos prisioneros.

         Sin embargo la fe no invade nunca de golpe todas las profundidades de nuestra alma. En cierto modo progresa por oleadas sucesivas en las zonas que han quedado aún en tinieblas y cada vez se desarrolla más o menos la misma escena. Un día descubrimos que nuestra vida de oración parece comprometida en una vía sin salida. Si: los medios de que disponemos son insuficientes para ir más lejos; el desaliento, la incertidumbre, nos invaden. Sólo Jesús podrá sacarnos de ese agujero.
         Cuando esta certidumbre empieza a apuntar en nuestro corazón es señal de que ha venido a reunirse con nosotros en el camino y de que "no interpreta en todas las Escrituras lo que se refiere a El". (Lc 24,27). Misteriosamente el Señor destila fe en nuestro corazón; cuando desaparece, las ti nieblas han dado lugar a la paz, a una luz, discreta pero fuerte, no nacida d la lógica de nuestros razonamientos, sino don gratuito del espíritu, más sólido y más puro que todas las seguridades humanas.

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         La luz de la fe te hace entonces entrar desde hoy en la vida eterna y sólo ella puede hacerlo. Todo lo demás se queda más acá de lo que Dios nos ofrece partir del día en que Jesús ha resucitado. Las demás luces de la inteligencia las otras experiencias espirituales en las que a veces nos gustaría apoyarnos son respetables, dignas de estima, pero finalmente no son fuentes de vida más que en la medida en que son portadoras de fe.

         La fe nos ha sido dada por Dios desde el bautismo, pero es un don que El multiplica en nosotros según la medida de nuestro deseo de recibirlo, de nuestra voluntad de hacerle fructificar. Si dejamos nuestra fe desocupada por ignorancia o negligencia, se oxida, se esclerosa en tanto que nosotros malgastamos nuestras fuerzas en ejercicios espirituales que nos agradan más pero que no producen fruto.

         Si quieres vivir de fe, tienes de desarrollar la que el Espíritu Santo ha depositado ya en ti: Dios espera que tú le pidas, con insistencia, con perseverancia, un acrecentamiento de tu fe. Es un ruego que puedes estar seguro que Dios quiere siempre escuchar más que ningún otro, porque desea infinitamente más que tú verte progresar en los caminos de la vida eterna. Eso quita que, sobre todo en los comienzos, tengas la impresión de que el Señor se apresura a hacer progresar tu fe. Eso prueba que la tuya era aún muy débil y que hay que darle primero raíces ocultas antes que el tallo empiece a desarrollarse. No te desanimes pues si tus oraciones parecen vanas ; ciertamente no lo son. Pon en obra la fe de la que ya eres portador creyendo firmemente a tu Padre de los cielos te ha escuchado ya.
        
         Entonces podrás comenzar a vivir cada vez más de la fe. Durante la liturgia, durante los tiempos de oración, en el trabajo, tu corazón se pondrá más fácilmente en contacto con el Señor si tu recibes de El amor oscuro, a menudo poco gratificante, pero cuan divino, amor que te da si tu le ofreces tu fe y no hermosos pensamientos o los juegos de tu sensibilidad. No tengo ningún truco que enseñarte. Tienes que pedir a Dios en la fe viva que sea él mismo quien te enseñe a orar. Es El que ocupa tu corazón, tu atención, incluso aunque no tengas una imagen precisa en la que fijarte. El Señor en cuya presencia te permaneces está vivo.

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         Con toda naturalidad, si permites que se desarrolle la fe en tu corazón, un día llegarás a descubrir a la esperanza obrando en ti. Estaba ya actuando desde el principio, en la medida que tu fe se funda en la certidumbre de que ere: amado por el Señor. Esta certidumbre es ya un aspecto de la esperanza, a partir del momento en que no se trata ya sólo de entrar en la realidad del mundo di­vino, sino de percibir cuánto, también tú, existes para Dios. Tienes valor sus ojos. Está dispuesto a dar universos enteros sólo por ti.
        
         Este es el punto de partida de la esperanza: saber que Dios te ama, a ti, de manera única. Nada podrá ocupar tu lugar en su corazón. Ha dado su Hijo por ti y te lo entrega de nuevo cada día en la celebración eucarística. Firme en esta certidumbre puedes pedir a tu Padre sin cesar y sin dudar, desde el momento e que rezas en nombre de Jesús. Con seguridad serás escuchado y los frutos de t plegaria serán siempre mejores de lo que esperabas.

         Hay otro aspecto de la esperanza que pone a prueba frecuentemente nuestra pobre inseguridad humana. A partir del momento en que sé que Dios me ama de m vera única y que por consiguiente ha tomado a su cargo mi existencia, todo es diferente. Me lleva por itinerarios desconocidos en los que ya no dependo más que de su luz, de su fuerza, de su amor. Me pide entonces, en el sentido más vulgar de la palabra, que confíe en El. Muchas veces en la oscuridad, en la i certidumbre, pero en la paz finalmente...si no me escapo de su mano y de su c razón.

         "Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán llamados hijos de Dios". Más allá de todas las inquietudes procedentes de ti o de los demás, el Padre te pide que le ayudes a hacer reinar la paz en tu corazón por la única razón más fuerte que todas las razones humanas- de que te ama y vela sin cesar por ti. ¡Cuantas tempestades quiere así apaciguar en tu corazón si entiendes su Han da a que confíes en El! Y entonces serás llamado hijo de Dios ... y lo serás realmente. (cf. Un 3,1).

         Esta esperanza es válida no solamente para ti solo, sino para todos aquellos que amas ; si intercedes por ellos, te identificas con sus necesidades...pero también con la realidad del amor que despiertan en el corazón de Dios. Eres e cuchado en la medida en que tienes confianza en este doble amor del Señor por É1 y por aquel al que amas.

         Al igual que la fe, la esperanza no es una capacidad natural del corazón. Es muy tuya, pero es un don gratuito; está en ti desde el bautismo y tiene necesidad de crecer, de llegar a ser "operativa" bajo la acción del Espíritu Santo y gracias a las ocasiones que aproveches para entrenarla, para aligerarla fin de que te mantenga disponible y alerta en la mano del Señor. Pero no olvides que debes ejercitarla, hacerla trabajar valientemente para llegar a eso. En cambio ¡Qué alegría saber - en la fe- que el Señor mismo encuentra en ti su dicha!

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         Queda la última de las teologales, dice San Pablo que la más grande: la ca­ridad, el amor. Juega en tres registros: el amor al Señor, el amor a los demás y el amor a ti mismo. Estos tres amores no son idénticos pero nacen de una misma raíz: los tres son a imagen del amor eterno que une al Padre y al Hijo en el Espíritu. Es exactamente el mismo Espíritu que nos ha sido dado de manera permanente desde Pentecostés y que nos permite amar como aman el Padre y Jesús.

         Ciertamente este amor divino tiene puntos comunes con el amor humano que por sí mismo es un reflejo de Dios en nuestros corazones puesto que Dios es amor: todo amor verdadero, sean cuales sean sus límites, nos reenvía a Dios aunque a menudo sea de un modo remoto. Pero el amor divino que nos interesa aquí más aún que la fe y la esperanza, es un don nuevo, brotado directamente del corazón de Dios. No es una técnica, aunque tengamos que aprender paso a paso a hacerle entrar en la realidad de nuestra vida. No es una técnica , es el impulso mismo que hace las personas divinas: nos es dado en participación para que podamos vivir a su imagen.

         La realidad del amor en ti se reconoce por la calidad de la mirada que pue­des poner en otra persona: si eres incapaz de condenarla, de no respetarla, de no admirarla; si eres pobreza completa ante ella, no reteniendo nada de lo que puedes darle. A la vez, aspiras a recibir una plenitud análoga de su parte, no como un derecho al que podrías aspirar, sino como la realización de tu amor.

         El amor teologal no hay que confundirlo con los grandes impulsos pasionales que levantan mar de fondo en nuestro corazón o en nuestra sensibilidad. No es que se opongan necesariamente al amor verdadero pero se sitúan a otro nivel. La caridad verdadera no pasa, ni en este mundo ni en el otro. Las grandes pasiones son como las olas del mar, violentas, poderosas a veces, pero cambiables, pu - diendo dar lugar a la calma chicha.

         La experiencia parece demostrar que el amor más difícil de desarrollar en nuestro corazón, sobre todo en los comienzos, es el amor a nosotros mismos. No tiene nada que ver con el egoísmo, el amor propio, el replegarse en uno mismo. Es un don del Altísimo procedente de que somos sus hijos: cualesquiera que sean las miserias que conozcamos de nosotros mismos, en cierto sentido no cuentan frente a esta divinización. Esta puede despertar en nosotros admiración, júbilo, respeto, amor, en la luz y la transparencia. No descuides nunca este amor a ti mismo; si fuera demasiado deficiente toda la comunión con Dios sufriría.

         Hay que releer todo el discurso de después de la Cena, toda la primera epís­tola (le San Juan si se quiere escuchar lo que nos dice el corazón de Dios del amor a los demás. Tienes ocasión de practicarlo sin cesar en la vida corriente, pero debes desarrollarlo, profundizarlo sin descanso en la oración, abriendo tu corazón cada vez más al del Padre y al de Jesús.

         En cuanto al amor de Dios, es la única finalidad de estas páginas. Un fin del que hemos recibido las arras desde el principio de la vida espiritual, pe­ro del que no podremos llegar a la plenitud hasta la Parusía, cuando cuerpo y alma, en la comunión de todos los santos, veremos a Dios darse a nosotros y seremos capaces de acogerle.

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         Tras haber evocado brevemente el rostro de las tres virtudes teologales, querría decirle una palabra acerca de lo que me parece es un rasgo absolutamente distintivo de la oración teologal. Al comenzar estas páginas te decía que tiene por Fin hacernos llegar a Dios, a El directamente. Yo quisiera precisar esto de manera más rigurosa. La oración teologal nos pone en relación personal con alguien y no con una cosa; es un verdadero encuentro entre tú y el Padre o el Hijo o su Espíritu. Ya no es a través de la meditación de ideas -aún subli­mes - o de contemplaciones intelectuales del misterio, que les alcanzas. La palabra de Jesús que fundamenta nuestra fe desemboca directamente en su corazón, sin ningún intermediario, al igual que en el Padre o en el Consolador en la simplicidad de la unidad divina.

         ¿Te has fijado, a lo largo del Evangelio de San Juan, cómo el reproche que Jesús dirige sin cesar a los "judíos", a aquellos que no pueden o no quieren creer, es siempre el mismo? Son incapaces o resultan incapaces de acogerle, a El. Oyen las mismas palabras que los discípulos; son testimonios de los mismos sig­nos: son herederos de las mismas promesas; pero permanecen lejos de Jesús; no entran en contacto con El. No hacen más que proyectar sobre El sus razonamientos      y teorías en vez de verle a El mismo y de dejarse iluminar hasta el fondo de su corazón. No creen. Quieren mantener una distancia entre las ideas de las que se sienten propietarios y la realidad del don de Dios que les obligaría a despo­jarse de todo y a abrir su corazón a la persona del Hijo.

         Esto es un poco lo que nosotros vivimos, también, en la medida en que, al mo­do de los judíos, nos aferramos a todas las cosas creadas que nos dan seguridad en vez de entregarnos a la persona divina que no tiene nada que entregarnos más que a sí misma. ¿La oración teologal no es precisamente este don de nosotros mismos, sin límite ni restricción, a Aquel que nos ama?

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         La Oración del Publicano. (cf. Lc 18.10) Siento la necesidad de detenerme largamente en ella porque es verdaderamente una oración teologal.
Apunta a Dios
y sólo a El: "Señor ten piedad de mí que soy un pecador", a diferencia de la oración en que el fariseo alardea de su propia persona con complacencia. Es una oración que agrada a Dios. Jesús mismo nos lo garantiza. Es una oración que nos con_ cierne a todos porque ninguno tenemos otra cosa que decir más que implorar la misericordia divina por nuestro estado de pecador.

         Es muy importante el reconocer así que nunca nuestro pecado nos priva de presentarnos ante el Padre de las misericordias. ¡Al contrario! Sólo El puede tener piedad y, en el misterio de su ternura y de su poder, hacer de manera que seamos justificados, que seamos agradables, recibidos con benevolencia, porque hemos creído que era compasivo y lleno de misericordia.

         Insisto sobre este punto porque me parece que constituye verdaderamente el núcleo de la oración teologal de estos pobres herederos de Adán que somos. Tradiciones espirituales falseadas, una "educación cristiana" mezquina, hacen que en la mayoría de los casos el pecador esté íntimamente convencido de que a los ojos de Dios ya no tiene derecho a existir; lo mejor que puede hacer es huir, huir lo más lejos posible del implacable vengador de los cielos.

         ¡Qué caricatura del Evangelio! "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en El no perezca sino que tenga vida eterna..." (Cf. Jn 3, 16-17). Podrían acumularse citas del Evangelio y de las Epístolas en este sentido. El pecado se ha convertido en el revelador de la in­finita profundidad del amor del Padre por sus hijos.

         Todos tenemos vocación de publicanos porque todos somos pecadores llamados a la intimidad con Dios. El no nos dice "Ve primero a purificarte y después preséntate a Mi". Por el contrario, si reconocemos la verdad de nuestra pobre­za y nos dirigimos a su misericordia, nos llama: "Ven a que yo te purifique. Ven a alegrar mi corazón y el cielo entero".

         La paradoja del amor divino es tan fuerte que no me parece exagerado decir que la oración del publicano es la sola forma de oración teologal normal para nosotros. Nunca podemos presentarnos ante Dios sin llevar obstáculos en nuestro corazón: pecados, huellas dejadas por el pecado, obstáculos involuntarios pero muy reales para que se haga la obra de Dios en nuestras vidas, etc... Todos y siempre nos presentamos ante nuestro Padre a la manera del hijo pródigo, segu­ros de que nos tomará en sus brazos antes de que hayamos empezado a dar expli­caciones.

         En esta misma línea habría mucho que decir sobre la plegaria de curación. La plegaria de los innumerables pecadores , inválidos, enfermos, de los que el Evangelio nos cuenta la purificación por la presencia de Jesús, una palabra de su boca, un simple gesto de su parte. Y esto continúa siendo verdad. ¿Quien conta­rá las curaciones súbitas o progresivas de almas heridas, de corazones prisio­neros, de sensibilidades rebeldes que, en el secreto de una oración dirigida directamente a Jesús, se han visto curadas, resucitadas, en la medida en que han creído en El, han tenido confianza, han procurado amarle?

         En esos casos se trata verdaderamente de una oración teologal. Se opera un encuentro con el Hijo de Dios: tiene lugar un intercambio: "El tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades". (cf. Mt 8,17) en tanto que la vi­da divina empieza a brillar en nuestros corazones; no nos da solamente un con­suelo; es de su propia vida de la que nos hace partícipes.

         ¿No es también una oración de publicano la Oración de Jesús que desde hace siglos repiten incansablemente los hesicastas? Incluso su texto está parcialmente tomado de la fórmula que Jesús pone en boca del publicano. "Jesús, Hijo de Dios, apiádate de mí, pobre pecador". Generaciones de monjes sin otra oración interior han sido llevados por ella a la intimidad silenciosa con Dios, en el fondo de su pobreza.

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         "Busco tu rostro, Señor, Señor, no me ocultes tu rostro". (Sal 26, 8-9) Este versículo del salmo, entre otros muchos, deja presentir el deseo profundo del Señor que alienta en muchos corazones. ¿Hallan ellos el medio de poner término a su búsqueda? ¿No serán muchos los que se pierdan en la ruta o que cansados por el fracaso de su intento, desalentados, se sienten al borde del camino?

         Me pregunto si esos buscadores de Dios a la deriva son ayudados suficientemente. El saberlo debería ser una herida en nuestro corazón. El Padre miseri­cordiosísimo se digne escuchar nuestra plegaria por ellos.
Para terminar debo confesar la imprudencia cometida al comenzar estas pági­nas cuya materia excede infinitamente mi competencia. Gracias por perdonármelo. Amen.
R . P .


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